Referencia: OCAMPO, Estela, “El fenómeno estético. Estética de la naturaleza, del arte y las artesanías”, en Ramón XIRAU y David SOBREVILLA (editores), Estética, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Vol. 25, Editorial Trotta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003, pp. 23-41.
El fenómeno estético. Estética de la naturaleza, del arte y las artesanías
Estela Ocampo
En tanto que disciplina filosófica, la estética se configura en una época muy tardía, a mediados del siglo XVIII, cuando se han sedimentado en la cultura europea algunas de las condiciones básicas requeridas para su desarrollo sistemático: la autonomía del arte y la definición del artista como creador, la pertinencia de una racionalización del gusto, la constitución de una forma canónica ligada a los criterios clasicistas y un programa racionalista global extendido al conjunto de la filosofía. Como disciplina autónoma nace en unas coordenadas precisas dentro del pensamiento europeo, en un momento y una circunstancia que los historiadores sin excepción coinciden en identificar con la aparición del término «estética» en la obra de un filósofo de la escuela de Leibniz y Wolff, Alexander Baumgarten, obra que lleva por título Reflexiones acerca del texto poético y que se publica en 1735. El término «estética» adquiere carta de ciudadanía en una obra posterior de Baumgarten que ve la luz en 1750: Aesthetica. Allí Baumgarten advierte de que el propósito de su investigación es el abordaje de una síntesis teórica de todas las artes que supere o trascienda cualquier clasificación o taxonomía previa y que se concentre en la naturaleza y la esencia de lo bello y de la belleza como finalidad del perfecto conocimiento de los sentidos. Baumgarten mantiene la distinción tradicional entre una vía del conocimiento inteligible y otra vía del conocimiento sensible y atribuye a la estética la comprensión y explicación del proceso cognoscitivo que tiene lugar a través de la sensibilidad en su manifestación y forma característica: el gusto. Doce años después, Hamann, en su Aesthetica in nuce de 1762, se inscribe dentro del nuevo horizonte de saber pautado por Baumgarten y, en la misma época, Kant denomina «estética trascendental» a su análisis del espacio y el tiempo como formas a priori de la sensibilidad y, por consiguiente, como condiciones de posibilidad de la experiencia fenoménica en su Crítica de la razón pura (más tarde, en la Crítica del juicio de 1790, se centraría en el estudio de la especificidad del juicio estético).
La estética es, pues, inequívocamente, un producto de la razón ilustrada y está directamente ligada al destino de esa razón y del proyecto general de la Ilustración en el contexto de la cultura europea. Por este motivo, también, la crisis de la estética en el sentido promovido por Baumgarten se solapa con la crisis de la Modernidad y con la aparición de formas de pensamiento fragmentarias y no sistemáticas. Esta formulación sistemática tardía de la estética supone asumir también que anteriormente al siglo XVIII no hubo una estética tal como la conocemos hoy y sí, en cambio, hubo una riquísima y variadísima reflexión en torno al arte y la representación, la relación entre belleza y canon, la creación artística, etc. Y, modificado sustancialmente el ideal ilustrado, resulta hoy en día imposible centrar la reflexión acerca de lo bello en los términos del paradigma propuesto por Baumgarten y en cambio asistimos a un reflorecimiento de la teoría del arte desentrañada del acervo filosófico ilustrado, como si el arte hubiera internalizado y, por lo tanto, desnaturalizado el punto de vista filosófico a instancias de su propia dinámica en las postrimerías de la llamada Modernidad, la época que se extiende entre la etapa final del período romántico y los tiempos presentes.

El objeto de la estética, en los términos clásicos, ha sido definido como la investigación acerca del arte y la belleza. Es indudable que si nos atenemos al corpus de reflexión iniciado por Baumgarten la definición no tiene mayores problemas. Sin embargo, si nuestro análisis desborda ese marco cronológico-temático, el objeto de la estética se amplía a la vez que se hace opaco. Si nos referimos a los períodos anteriores a la formulación de la estética como disciplina, la actividad artística, a despecho de su variadísima condición según las épocas y las culturas consideradas, es muy anterior a toda consideración estética de sus resultados. Y, aún más, hay numerosas culturas en el horizonte antiguo pre-griego, americano u oriental que si bien tenían una concepción de aquello que debía guiar y fundamentar la producción de formas no habían formulado un concepto de arte o de belleza. Desde luego no cabe discutir que la belleza sea uno de los centros de atención de la interrogación estética, pero hemos de considerar que la historia de la cultura europea demuestra que muchos pueblos practicaron (y reflexionaron en torno a) el arte sin contar con un concepto de belleza similar al de la estética clásica.
Por añadidura, nada nos autoriza a pensar que lo bello tenga que realizarse en términos ontológicos y en forma exclusiva en el arte, así como tampoco resulta inequívoco que todo arte tenga por propósito la producción de formas bellas, ni que la recreación de esas formas bellas dé lugar a un concepto de belleza o se inspire o se regule por ese concepto. Ésta es la inquietante lección que se extrae de la tradición de la vanguardia en el arte contemporáneo. Por otra parte, no parece evidente que la definición de arte sea ella misma transparente y evidente.
Podemos partir para una definición de arte de la formulación de Gombrich llamando «formas artísticas a las actividades en que la función estética se desarrolla hasta constituir una tradición sólida» (Gombrich, 1977, 136). Ésta sería, efectivamente, una definición que anudaría arte y reflexión estética, ateniéndose a un significado estricto. Sin embargo, si pretendemos alcanzar una definición de arte que comprenda la producción de formas sensibles en su espectro más amplio llegaremos, en última instancia, a la radical formulación de Formaggio: «arte es todo aquello a los que los hombres llaman arte» (Formaggio, 1976, 11), exista reflexión estética o no, y aún más, puede una cultura llamar «arte» a fenómenos que originalmente no han sido concebidos como tal, como ha ocurrido con la cultura occidental y su proceso de estetización de las producciones culturales exóticas: tal es el caso del llamado «arte» negro y de las culturas primitivas en general.
Esta ampliación de los márgenes del arte y la estética es un proceso de enriquecimiento al que ha llegado el siglo XX. La relativización de los dogmas, de todo tipo, que promovieron el arte y la teoría del arte en nuestra época, nos permite buscar el arte y la belleza no solamente en sus manifestaciones prístinas, respondiendo a un paradigma, sino también en formas híbridas, de arte y de belleza, entremezcladas con otras realidades culturales, sean éstas religiosas, sociales, cotidianas o de otro orden cultural o en la naturaleza. Esto nos permitirá no solamente considerar las reflexiones teológicas de Tomás de Aquino como aproximaciones a la estética cuando está hablando de la belleza de Dios, sino también las ideas taoístas de la naturaleza como fundantes de una idea de la belleza de la representación de la naturaleza en el paisaje; naturalmente, si tenemos el resguardo metodológico de no olvidar que somos nosotros, occidentales formados en la tradición de la estética, los que leemos estos textos con esa clave.
Además del camino de la definición del objeto de la estética, con la problematicidad antes referida de los conceptos de arte y de belleza como materias de las que se ocupa la estética, podemos también recurrir a un rastreo histórico-genealógico del significado original de estos términos. Dicho rastreo estaría justificado de hecho porque nuestra cultura se ha constituido, a través de una complicada peripecia, a partir de un tronco original grecorromano y constantemente se refiere a este ámbito en busca de conceptos fundamentales. En el pensamiento antiguo encontramos una serie de reflexiones en torno a cuestiones como lo bello o el arte. El tema de la belleza se afronta desde una perspectiva metafísica, entroncada con el conflicto entre la razón y los sentidos que recorre buena parte de la filosofía antigua: es decir, la idea de que bajo el tránsito fugaz de lo visible permanece una realidad que la articula y que puede ser conocida por la inteligencia. Platón describe una vía de ascenso (con distintas variantes) para el alma desde la opinión falaz del ámbito sensorial hasta la contemplación dialéctica de la idea del Bien cuya luz ilumina la Verdad. En esta vía (con distintas explicitaciones a lo largo de su obra, algunas de ellas alegóricas o contradictorias), al mismo tiempo epistemológica y ontológica, la belleza ocupa una posición predominante. Ya en el Fedro Platón cuenta cómo el alma, proveniente de un mundo de Ideas, ha sido encarcelada en el cuerpo, donde vive inmersa en la doxa de la contingencia sensible. Para regresar, tras la muerte, a ese mundo imperecedero, debe aquí, en la tierra, recordar su existencia pasada; y es, precisamente, la belleza particular la que despierta en nosotros el recuerdo de la Idea de la belleza y nos conduce, a través de la memoria, al camino de regreso. En el Banquete Platón formula más detalladamente el ascenso hacia el Bien a través de la Belleza. La belleza, entonces, está relacionada con lo sensible, que es el punto por el que nos abrimos al mundo en el primer contacto de la doxa. De ahí que en sus célebres obras políticas Platón considerase la belleza persuasiva de la música y del mito como los instrumentos que deben adiestrar el alma del niño para que pueda llegar a ser filósofo. El carácter propedéutico de la belleza no debe extrañar en una cosmovisión en la que el conocimiento y el fin vital se confunden: si la belleza es el escalón hacia el Bien, también deberá serlo hacia la Verdad.
Aristóteles, que abandona la vía de la ascensión ya que la toma como una pedagogía y no como una propedéutica, sigue indagando las relaciones entre la belleza del alma y la belleza de la polis; o lo que es lo mismo, entre conocimiento y belleza y felicidad, que es el fin vital de la ética eudemonista: el fin último de la acción política. La belleza ya no es una etapa en el tránsito hacia una realidad metafísica en la que no cree, sino un estímulo que permite la conexión con la physis, que debe gobernar tanto nuestras almas como nuestra polis. A diferencia de Platón, Aristóteles no se preocupó por dar una definición metafísica de belleza, y en la Retórica define las cosas bellas como aquellas que son valiosas en sí mismas, independientemente de su utilidad, y que nos agradan. Al entrar más detalladamente en las cualidades que deben poseer para producir tal efecto, Aristóteles recurre a la tradición pitagórica y su concepción cuantitativa o mensurable de la belleza. Así, en la Metafísica considera que deben estar presentes los principios de taxis, relación armoniosa entre las partes, symmetria, proporción entre las partes, y to horisménon, adecuación del conjunto a su magnitud.
Tanto Platón como Aristóteles piensan acerca del arte, pero lo que consideraban como tal se aleja de nuestras concepciones. El arte es una actividad poyética cuyo fin es proyectar una obra que sea mymesis (representación) de algo. Dicha definición engloba las artes, pero también las artesanías. Es tan artista quien pinta como el que construye sillas o adornos, pues ambos llevan a cabo una tekhné a través de la mymesis. Incluso la música y la escritura literaria son miméticas, pues imitan caracteres, y en el caso de la tragedia, acciones. El arte se imbrica asimismo en la cuestión de lo sensible/inteligible. Para Platón el arte es reprobable, pues constituye una mala copia de un original que de por sí ya es una copia deficiente de la Idea. En el Ión trata con dureza a los rapsodas en un ataque encubierto a los poetas que, sin saber nada cierto, acrecientan con sus dotes persuasivas la confusión de lo apariencial. Aristóteles, por el contrario, defiende la poesía, al considerarla filosófica. La mymesis es ciertamente una imitación, pero es una imitación esencial, en el sentido de que el poeta trágico de entre los cientos de sucesos simultáneos y consecutivos que constituyen una historia, selecciona unos pocos y los trama de una manera determinada que desvela la forma más adecuada, teniendo como telón de fondo un cosmos oculto, que es guía moral y cognoscitiva, de mostrar y conocer la acción que se imita. El arte nos muestra lo esencial, que puede extraerse de la multiplicidad de cosas existentes. Así el árbol representado no es una imperfecta copia de un árbol concreto, sino la síntesis formal de lo que podemos reconocer como esencial para una definición de árbol en la multiplicidad de ellos. Implícitamente, Aristóteles está trazando una distinción entre la tragedia y la artesanía. Mientras que la artesanía imita modelos inertes, la tragedia imita modelos morales. La mymesis trágica nos ofrece un conocimiento acerca de la propia textura ética del cosmos. Si cuando pintamos un árbol o construimos una casa, aun haciéndolo respecto a proporciones naturales, no reproducimos más que un patrón, cuando observamos una tragedia obtenemos conocimiento, se nos desvela un aspecto fundamental del sensible punto de intersección donde coinciden el mundo caótico de los hombres y el mundo ordenado de lo imperecedero. De ahí que encontremos en Aristóteles, aun de manera incipiente, el primer análisis de la experiencia estética, tanto en la célebre formulación de la catarsis como en los pasajes de la Ética a Eudemo, donde habla de esa experiencia profunda de placer.
La estética clásica se ocupa, por tanto, de lo natural, pero con especificidades muy concretas. No se trata de la belleza sensible de lo natural, sino de la oculta belleza inteligible que debe poder ser reducida a los formalismos intelectuales de la proporción y del equilibrio. La técnica misma será valorada o despreciada en función de su incapacidad para remontarse al otro lado del tapiz de los sentidos (Platón) o de su capacidad para extraer del inteligible devenir histórico una filosófica forma esclarecedora (Aristóteles). Por otro lado, es también bastante evidente, por los textos que nos han llegado y por los testimonios artísticos, que la belleza para los griegos se entendía como adecuación al canon. Así lo vemos reiteradamente aparecer en la mayoría de los pensadores posteriores a Aristóteles, con lo cual la estética antigua se aproxima a una elaboración teórica o estudio de la representación. La cultura antigua es ininteligible si se prescinde de la idea de un orden fundamental. Este orden, «cosmos» fundante y originario de cuya conformación dan testimonio los mitos y que se traduce en reglas matemáticas, en armonías musicales y en fórmulas áureas, está presente en la concepción del pitagorismo e inspira el pensamiento de Platón en el apogeo de la cultura ática. Esas reglas no son infringidas por su heredero directo, Aristóteles, sino más bien reforzadas por la atención aristotélica al concepto de orden. El helenismo transmite esta misma concepción que pone el acento en el canon, la matemática y la música como traducciones sensibles de ese orden universal. Precisamente el hecho de que comprendiera ese orden como instancia trascendente a toda intervención significativa humana explica que los principios del «arte» antiguo sean sin excepción los de la armonía y la proporción de cánones que deben ser reproducidos, representados en la obra lo más fielmente que sea posible. El artista no era concebido como «creador», en el sentido de inventor de formas, sino como realizador de la representación en términos de mímesis. Es por ello por lo que las aportaciones antiguas a la teoría del arte se inscriben fundamentalmente en una teoría general de la representación.
En las etapas finales de la Antigüedad e iniciando el pensamiento medieval, Plotino es un pensador que sin añadir objetos ni conceptos al vocabulario estético subvierte por completo su sentido. Amparado en un modelo metafísico que desarrolla en una cadena continua los tres momentos del noesos-noesis-zooé aristotélico, Plotino considera a todo lo existente como emanación de la luz del Uno-Bien que se difunde como un perfume, más tenue a medida que se aleja de su fuente. El mundo de los hombres está en el extremo más distante de la cadena, en el límite del ser, como una lámina de la materia que roza la inexistencia, de ahí que la luz sea escasa, y los hombres, mortales, frágiles y perecederos. Es coherente, por tanto, que Plotino elimine toda relación entre la belleza y la naturaleza corpórea. La belleza se nos aparece como resultado del reconocimiento de una disposición de las partes o de las proporciones, es decir, no por una mirada a su organización sensible, sino por la manifestación de la luz en el objeto que Plotino denominará «forma». La forma no es una estructura que reconocemos mediante una abstracción de la inteligencia, sino algo real que habita en el objeto, resto último de la emanación del Uno-Bien que el ojo interior del alma adiestrada reconoce.
El neoplatonismo modifica la idea de belleza pese a enmarcarla todavía en una vía ontológico-metafísica de conocimiento y salvación personal. Pero pese a no abandonar el escenario ontológico, la renovada consideración de lo bello provoca profundas repercusiones en la consideración del arte y de la experiencia estética. El artista se convierte en un mediador entre la belleza y los hombres, al reproducir el resplandor del Uno-Bien y plasmarlo en un objeto artístico. Ante tales artefactos la experiencia estética vagamente descrita por Aristóteles se modifica: el carácter pasivo del espectador pasa a ser activo, la belleza no da pasos hacia nosotros, dice Plotino, sino que somos nosotros los que debemos ir hacia ella, pues, en la experiencia estética los hombres no son los espectadores pasivos de un espectáculo, sino que deben transformarse ellos mismos en espectáculo.
Plotino separa, ahondando en lo apuntado por Aristóteles, el arte de la actividad artesanal: mientras que la artesanía produce, mediante una sabiduría natural y transmitida, objetos de consumo, el arte requiere de la inteligencia más profunda, la del ojo interior, no tanto para construir dispositivos miméticos como para añadir o quitar a las entidades materiales lo que les sobre para que se haga patente en ellos la forma de la luz. De ahí la importancia de considerar como preocupación filosófica el método con el que elaborar obras artísticas que se da en el neoplatonismo.
La línea apuntada por Plotino se trunca con la irrupción en el mundo occidental de la cultura cristiana. Lo más destacado es la escisión entre belleza y arte que parecían aunarse en el pensamiento neoplatónico y la consideración única de las artes y las artesanías alejadas de la reflexión estética. La escisión viene provocada por la exigencia ascética de desprenderse de toda atracción sensorial como la que provocaría un arte emparentado con la belleza. La belleza se entronca de nuevo con lo inteligible y lo metafísico: Agustín hablará, por ejemplo, de la belleza como un atributo con el que Dios atrae hacia sí irresistiblemente a los hombres. Para Tomás de Aquino la belleza es la forma que Dios puso en las cosas y que se ha multiplicado en la naturaleza sin su concurso directo. La vis aestimativa de los hombres, en su vertiente cogitativa, la aprehende y, tras juzgarla bella, estimula en el alma un agudo sentimiento de placer que se consume en sí mismo, pues es desinteresado. Así, pese a que Tomás reconoce un aspecto sensorial en la belleza éste no es un medio para obtener nada ni conlleva deseo, sino el mero reconocimiento inteligible de la presencia de Dios en su obra.
Frente a una belleza absolutamente desinteresada el arte se presenta como una actividad cuyas obras están sometidas por completo a un interés. Así como Dios ha creado la naturaleza para que produzca cosas útiles a los intereses de los hombres, el arte debe fabricar, también, artefactos funcionales. La actividad artística está despojada de toda función cognoscitiva, y, por tanto, es asimilable a las artesanías. La separación medieval entre una belleza desinteresada y un arte instrumental es, incluso, más radical que la de Platón, para quien las artes poseían el beneficio de orientar las almas hacia el carácter más adecuado para considerar y reconocer la belleza.
A diferencia de lo que pensaba Petrarca, más que una época de renacimiento el Renacimiento se dibuja con nitidez como una época de tránsito en la que, sin abandonar por completo el realismo objetivo, empieza a filtrarse la idea de la subjetividad como centro de la cultura. En ella irrumpe el individuo o el ciudadano, con sus derechos y sus responsabilidades, al tiempo que se desgarra la imagen unitaria de la cosmovisión cristiana medieval y su moral ascética, abriendo caminos para el deleite personal.
La naturaleza sigue siendo el modelo, pero el paso de un arraigado teocentrismo al entusiástico humanismo produce sustanciales variaciones en su relación jerárquica. El arte ciertamente es imitación de la naturaleza, pero no imitación servil. El enfoque antropocéntrico escinde la belleza de una región trascendente y objetiva de la que el arte es símbolo o débil representación, y la traspone al mundo cotidiano y sensible. Esta idea está avivada por la reconsideración de que la naturaleza es un organismo, que culmina en un panteísmo extremo según el cual toda manifestación terrestre está sometida al ciclo de la generación y la corrupción, incluso aquellas realidades inmateriales como la religión. La verdadera belleza es la que obtiene la obra de arte cuando además del elemento mimético del dibujo incluye la aportación creativa del artista. La unión de estos dos elementos constituye el disegno, garantía de la belleza. La primera consecuencia de esta secularización será la separación del arte, descubierto como una fuente de belleza y de placer sensorial, de una artesanía que se mantendrá bajo el patrón de la utilidad. La segunda, la revalorización social de la figura del artista, unas veces colindante con el matemático, otras convertido en un ser singularísimo capaz de hacer brotar por una combinatoria de intuición y de habilidad la belleza de la materia inerte. La tercera, la institucionalización de las teorías del arte como modelos de construcción de obras de arte. Las teorías acerca de la realización de objetos artísticos bellos, convertida en el gran tema de preocupación estética, se bifurca en dos posiciones contrapuestas con una misma raíz, en dos concepciones confrontadas de belleza. Por un lado, encontramos a quienes, como Lean Battista Alberti o Leonardo da Vinci, pretenden desentrañar, influenciados por la nuova scienza, el canon aritmético y geométrico de la belleza, tan presente en la naturaleza como en el arte. Por otra parte, teóricos como Zuccaro dan un paso más en la singularidad del individuo, y desacreditando tanto a la naturaleza como a la matemática inciden en el ingenio y la imaginación del artista como causantes de la belleza del objeto artístico. Se reivindica la libertad del artista respecto de los cánones, sean éstos matemáticos o utilitarios, individualizándolo como «sujeto singular», distanciándolo tanto de la artesanía como de la naturaleza como preocupación estética. Estamos, por tanto, a un paso de dos de los conceptos decisivos de la estética moderna: el gusto subjetivo y el genio artístico.
La separación de las actualmente llamadas artes plásticas del conjunto de las artesanías, tan arduamente defendida en la tratadística del siglo xv, maduraría en el siglo XVI en su agrupación como arti del disegno, primer paso hacia la elaboración de un sistema de las Bellas Artes finalmente enunciado en el siglo XVIII. La obra de Vasari, de tan fundamental importancia para la historia y la teoría del arte, asocia en su concepción arquitectos, pintores y escultores, tal como lo indica desde el título mismo de sus Vidas. El disegno, un nuevo concepto en la teoría del arte clásico, provenía etimológicamente del latín designatio, con el significado de designio, intención, idea presente en la mente del artista, pero pronto se le unió el sentido de dibujo. Así, las artes del disegno eran aquellas en las que confluían la idea presente en la mente del artista y la utilización del dibujo. El proceso de autonomización de las artes culmina en el siglo XVIII con el establecimiento de un sistema de las artes que se encuentra emancipado no solamente de la artesanía sino también de la ciencia. El abate Du Bos reflejará en su obra Réflections critiques sur la poésie et sur la peinture (1719) la preocupación por separar las artes visuales de las literarias y establecer nuevos criterios para distinguir el arte de la ciencia. Charles Batteux en su Les beaux-arts réduits à un même principe, de 1746, expone un acabado sistema de las artes. Las «Bellas Artes», expresión que gozaría de notable aceptación, tienen como fin el placer y como principio la mímesis de la naturaleza. El sistema de las artes de Batteux fue ampliamente aceptado en los círculos ilustrados, lo que explica que en su Discurso preliminar a la Enciclopedia, de 1751, D’Alembert agrupe la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía y la música, es decir, las mismas que, sumadas a la danza, constituían las Bellas Artes de Batteux.
Aunque Descartes no escribió ningún tratado estético su filosofía es esencial para entender la concepción del mundo moderna y los problemas filosóficos derivados de ella. Frente a la visión clásica de un cosmos ordenado, más allá de la confusión de lo sensible, el mundo se presenta a los modernos como un caos completo que sólo el espíritu es capaz de armonizar. Se produce un dualismo taxativo entre lo material y lo espiritual, una separación entre el sujeto que conoce y el objeto que es conocido. El centro de la filosofía se desplaza desde la física y la metafísica a la epistemología. El problema cenital es ahora: ¿qué y cómo podemos alcanzar a conocer? Para Descartes sólo conocemos verazmente aquello que se presenta claro y distinto al espíritu. Y dado que es un error querer abarcar con la voluntad aquello que nuestro entendimiento finito no alcanza, es improcedente pretender alcanzar un conocimiento de la belleza o de la experiencia estética que ya había sido definido por Platón como «lo difícil» o como un «no sé qué» por Petrarca.
Será Leibniz quien, dentro de la inmensa provincia de cuanto no se presenta claro y distinto al espíritu, distinguirá un espacio para el conocimiento de lo que sentimos frente a la naturaleza, y Baumgarten quien le dará nombre. Existe un tipo de conocimiento que aun siendo claro resulta confuso y no distinto: se nos presenta con claridad al espíritu la belleza de un cuadro o de un paisaje, pero no podemos desarrollar discursivamente el porqué de ese ser así, del mismo modo que no podemos explicar a un ciego qué es el rojo aunque lo conozcamos con claridad. Es confuso, pero, no obstante, es conocimiento (la misma idea encontramos en Spinoza, que piensa en las pasiones como «actos confusos del sentimiento»). Baumgarten llamará a esta rama de conocimientos estética y la convertirá en una propedéutica para la lógica wolffiana, incidiendo en dos aspectos: el carácter sentimental de lo bello, que lo entronca con la tradición sensualista anglosajona, y la superioridad de la naturaleza sobre el arte, del que se constituye en modelo merced a la perfección armónica de las partes en la totalidad. La estética abre con Baumgarten su campo de objetos, porque junto al sentimiento de la belleza, la contemplación de lo natural nos suscita otros sentimientos como el de lo sublime, resultado de la fuerza con que la naturaleza nos atemoriza al tiempo que nos fascina.
Baumgarten recoge la consideración de la belleza como un sentimiento porque desde la mera consideración racional de las ideas es imposible desarrollar una estética. Para atender a la experiencia estética como objeto filosófico es necesario considerar qué le sucede al sujeto en el plano de sus sentimientos. Esta cuestión había sido estudiada con cierto interés por filósofos ingleses de la órbita empirista, aunque con un importante barniz de neoplatonismo, como es el caso de Shaftesbury, Addison o Hutcheson, quienes en un primer momento retomaron la vieja cuestión clásica de la identificación entre la belleza y la virtud. De tal modo que consideraron la belleza como algo que al tiempo que proporciona placer, permite una plena vida moral. Se recrea, por tanto, la figura del hombre virtuoso pero con la particularidad moderna de colocar el acento sobre el sujeto, que ya no recibe la belleza como efecto de la contemplación de una cualidad del objeto sino como el efecto del juicio de nuestra sensibilidad sobre el objeto, cuya resultante es una intensa sensación de placer. Este sentimiento espontáneo ante la belleza es el gusto, fruto final de la progresiva individualización del sujeto, que mayoritariamente es considerado como una facultad universal aunque los contenidos de ese gusto -lo que nos gusta- se presten a materias tan diversas. Nos hemos desplazado, una vez superada la pátina de neoplatonismo de Shaftesbury, hacia una psicología de la sensibilidad como objeto de las reflexiones estéticas.
El problema más acuciante que plantea el fundar la experiencia sobre el sentimiento y el gusto individuales es cómo explicar la pretensión de objetividad del juicio artístico. A la resolución de ese problema dedicará sus esfuerzos el filósofo escocés David Hume. El gusto es para Hume una cuestión de serenidad mental y atención apropiada al objeto; no puede, por ejemplo, ser el mismo gusto el del crítico de arte que el de un provinciano. En la medida en que los hombres comparten un amplio fondo de naturaleza común, compartirán su gusto por lo que ha despertado el placentero sentimiento de la belleza a lo largo del tiempo. Lo que perdura en el gusto del hombre culto establece un canon -la tradición- que termina resultando la vara para medir el gusto personal de sus contemporáneos.
Sin embargo, la cuestión filosófica de por qué se da de facto esa hermandad universal del gusto, si la universalidad es una cuestión de la razón y el gusto del sentimiento, seguía abierta hasta las variadas especulaciones estéticas de Kant. Para Kant la filosofía debía ser un sistema, esto es, la unidad de diversos conocimientos bajo una idea. Pero, al mismo tiempo que se constituye como conjunto sistemático de los conocimientos racionales, que fundamenta, organiza y da unidad arquitectónica a la totalidad del saber racional, la filosofía debe jerarquizar la cartografía de los saberes humanos según los fines racionales del hombre, sintetizados en las tres célebres preguntas -¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?-, cuya respuesta da, asimismo, contenido a la interrogación fundamental de la razón humana: ¿qué es el hombre? Mientras que la razón en su uso teorético aplica los principios trascendentales a los fenómenos (todo conocimiento parte de la experiencia) posibilitando así una explicación causal de la naturaleza, el uso práctico de la razón presupone la libertad como determinación de la acción por una voluntad racional; de modo que a Kant se le abre un abismo entre lo sensible y lo práctico que conlleva el riesgo de dejar el sistema en un mero agregado. La reflexión estética forma parte del programa con el que intenta restañar esta escisión y completar su sistema. El proyecto se desarrolla en la llamada Crítica de la facultad de juzgar, cuya primera parte está dedicada al juicio estético de la belleza y al juicio estético de lo sublime suscitados por la contemplación de la belleza. Kant define el juicio como la capacidad de subsumir lo particular en lo general, dado que tanto lo teórico como lo práctico poseen marcos estructurales y vacíos de contenido (formales) que son aplicados, mediante la capacidad de juicio, a casos materiales particulares. El juicio es, por tanto, una facultad compartida por ambos ámbitos escindidos.
El objeto del texto es un tipo de juicio que Kant denomina reflexionan te. El sujeto ofrece un juicio sobre la naturaleza, un aspecto de la multiplicidad fenoménica, para el que la estructura formal carece de concepto. Kant pretende demostrar de qué modo la libertad humana proyecta juicios sobre la naturaleza que no se hallan en su cómo objetivo, sino en un «como si» hipotético y subjetivo que terminará por determinarla, respondiendo, al mismo tiempo, a la tercera cuestión de su programa: «¿Qué me está permitido esperar?»
El problema para Kant es explicar cómo de un juicio subjetivo, pues no remite a las categorías intersubjetivas que son la clave de la validez universal, podemos extraer un juicio válido. Y en este punto se encuentran y coinciden la problemática de su sistema con la de la cuestión estética. Kant centra su reflexión en explicitar las condiciones de posibilidad de los sentimientos de belleza y de sublimidad. Sin embargo, se distancia del arte como agente provocador -alejándose, por tanto, de la crítica empírico-cultural de Hume- y focaliza a la naturaleza como objeto. Este cambio se comprende por razones que atañen a la coherencia misma del sistema. Por un lado, porque lo que a Kant le interesa es trazar un puente entre lo material y lo inteligible, y por tanto debe partir de la materia espacio-temporal sujeta a causalidad que es la naturaleza y no de un artificio. Y, por otra parte, se debe a que se ha visto obligado a distinguir entre los juicios reflexionantes con finalidad, aquellos en los que se presupone la naturaleza como si contuviera finalidades y diseños ajustados a la razón humana, y los propiamente estéticos, que son, por el contrario, desinteresados y no presuponen en modo alguno un fin para el juicio. Mientras que hay un evidente desinterés en la puesta de sol o en la flor por mostrarse como bellas o sublimes, el hombre persigue al construir objetos artísticos la finalidad interesada de que dispongan nuestras facultades para suscitar los sentimientos deseados; de ahí que se desplace al arte del primer plano de la reflexión. Asimismo la artesanía que contiene siempre una finalidad queda relegada del conjunto de cuestiones estéticas, centrado preponderantemente en el análisis de la naturaleza. Kant retoma la cuestión del arte, sin embargo, en su deducción de los juicios estéticos puros; y en cierto modo reconoce su vinculación con la belleza y, por extensión, con la estética, pues hay objetos construidos por el hombre que caen bajo las condiciones formales del juicio reflexionante de finalidad sin fin: las obras artísticas. Se reúnen estas condiciones cuando la obra no persigue la representación empírica del goce sino la representación del acuerdo de las facultades de la estructura del conocimiento: un placer de la reflexión que contribuye a hacer universalmente comunicables los sentimientos de lo bello y lo sublime.
La estética kantiana será de una inmensa trascendencia y puede considerarse que el Idealismo y Romanticismo alemanes tienen en la figura de Kant un iniciador. La preocupación central del Romanticismo es la escisión que el pensamiento moderno ha provocado (respecto a un siempre idealizado mundo griego) entre el espíritu y la naturaleza, y que se reproduce en la filosofía de Kant con el abismo abierto entre la causalidad natural y la libertad moral. A diferencia de lo que pensaba Kant, para los románticos lo estético no es un paso intermedio, sino el punto culminante donde se lleva a término la unidad perdida entre espíritu y naturaleza. Holderlin indicó que esta plenitud es una asíntote inalcanzable que conduce al romántico a un curioso estado de permanente exaltación hacia lo que anhela y de desgarro por no poder alcanzarlo en el marco de una vida estetizante y doliente. La naturaleza recupera para el romántico todo su protagonismo, aunque no la naturaleza domesticada de los jardines sino aquella salvaje que les evoca el lugar primigenio del que el humanismo los ha expulsado. Asimismo el culto por lo pretérito conlleva una recuperación de la cultura folklórica que pasa a ocupar un plano destacado en la reflexión estética. Por último, la idea de genio que había aparecido al final del Renacimiento y había sido recuperada por Kant es llevada al paroxismo por la mística del Romanticismo, que llega a considerar al artista genial como un médium o un profeta.
Al igual que las corrientes románticas, el idealismo hegeliano pretende superar la escisión entre lo espiritual y lo material que el kantismo no parece haber sido capaz de suturar. Pero a diferencia de los románticos, lo estético no va a ser la solución a un problema, que va a recaer sobre la racionalidad filosófica, sino un síntoma del intento del espíritu por manifestarse en lo material a través de la Idea. Así, Hegel define el arte como la manifestación particular sensible de la Idea. En el arte se da una materialización del Espíritu, aunque el acuerdo no es completo, porque dadas la finitud de la obra y la infinitud del Espíritu Absoluto, la manifestación es simbólica. Lo bello se identifica con el arte como refleja la célebre definición hegeliana: «Lo bello se determina como la apariencia o reflejo sensible de la Idea» (Estética, cap. 11).
Como consecuencia de la concepción hegeliana, la naturaleza, inconsciente y determinada por completo, deja de ser objeto filosófico. Incluso el peor objeto construido por el hombre es más hermoso que cualquier fenómeno natural. Hegel no niega que la naturaleza pueda despertar el sentimiento de lo bello en el sujeto, pero, por un lado, no hay nada hermoso en su materia, por lo que el sentimiento se debe únicamente a lo que proyectamos en ella, y, por otro, la psicología de la experiencia estética es un aspecto poco relevante. La cuestión filosófica es de qué manera el arte muestra el espíritu de su tiempo, y los aspectos sentimentales de este suceso, aun existiendo, pertenecen a la trastienda íntima de cada uno. Un tercer aspecto, también de gran importancia, es que la definición hegeliana de arte lo escinde de la artesanía de modo esencial: el arte tiene una función trascendente para la que la artesanía no puede dar respuesta, el verdadero arte tiene sus temas, un grupo de motivos reducidos que manifiestan los rasgos esenciales del Espíritu en ese momento de su desarrollo; el carácter utilitario o decorativo de la artesanía es radicalmente de otro orden. Por último, la estética elude como contenido la descripción de reglas para construir una obra de arte, pues el artista nunca es absolutamente consciente de lo que hace y al representar el espíritu de su tiempo carece de perspectiva suficiente. Esta historicidad es el producto de que el Espíritu no es fijo sino dinámico, y, por tanto, exige para su correcta manifestación sensible variaciones de técnica, tema y estilo.
La estética hegeliana, por tanto, presenta tres objetos de estudio. El primero es el estudio de lo bello en el arte, recuperando la vieja concepción renacentista aunque enraizada en un nuevo enfoque trascendente. El segundo es la distinción histórica de los períodos según la cristalización del Espíritu en distintas ideas sensibles: arte simbólico, arte clásico, arte romántico. El tercero es un sistema de las artes en función de las directrices específicas de cada período; así, la arquitectura es el arte que mejor responde a las necesidades del arte simbólico, la escultura del arte clásico y la poesía del romántico.
El hecho de que el Espíritu sea dinámico parece garantizar la continuidad del arte como actividad; sin embargo, Hegel sostiene que el arte es algo propio del pasado. Esta aseveración ha sido, a menudo, interpretada erróneamente como la muerte y el fin del arte. Lo que Hegel parece querer decir es que en su época debe ser la racionalidad filosófica la encargada de mostrar el Espíritu Absoluto, con lo que, liberado de trascendencia, el arte carece de función cognoscitiva que cumplir. Lo que muere definitivamente con el arte trascendente es la estética que se vacía de contenidos: sustraídas la naturaleza y las formas de producción artesanales o artísticas, desvalorizada la psicología de la experiencia estética, escrita la historia de una finiquitada historia de la representación sensible de la Idea y clasificadas las artes que les corresponden, lo que mata Hegel es la propia disciplina estética que se queda sin contenidos. El único objeto estético que deja tras de sí la profecía de Hegel es la necesidad de teorías del arte que suministren respaldo teórico a expresiones artísticas cuyo propósito y sentido se ha desvanecido. El anuncio hegeliano de la supresión del fin de la trascendencia como nota distintiva del arte, además de abrir la puerta a la necesidad de construir teorías que den sentido a las manifestaciones particulares, emborrona la distinción tradicional entre arte y artesanía.
Buen ejemplo de ello es el movimiento del Arts and Crafts, entre mediados y finales del siglo XIX. SU principal figura, William Morris, parte de otro esteta, John Ruskin. En la estela de Hegel, Ruskin, frente al arte por el arte tan en boga en su tiempo, propone un regreso al arte como instrumento hacia la trascendencia. El arte es un reflejo de la ética y la moral divinas, y el artista, un hombre piadoso y honrado que con humildad no canta ni alaba a Dios o a su obra, pues éstas son ya perfectas, sino que reproduce a su escala la línea que va desde la creación divina hasta las manifestaciones naturales más diminutas. Es desde esta perspectiva desde la que la artesanía no sólo se equipara, sino que se constituye como modelo a seguir para el arte, pues la artesanía muestra con mayor humildad y precisión el conjunto de la naturaleza. Desprovisto del núcleo religioso, Morris ensalza teóricamente la artesanía. Activista político y hombre de acción, para él tan importante será satisfacer las necesidades del espíritu como las cotidianas. Su elogio de la actividad artesanal se enfoca, separándose del objetivo pedagógico de formar conciencias morales responsables que perseguía Ruskin, en un proyecto de liberación del trabajo productivo mediante la producción de instrumentos artesanales.
La valoración de la artesanía y la difuminación de la diferencia entre «Bellas Artes» y «artes aplicadas» que se produce a finales del siglo XIX y principios del XX es tan sólo una de las manifestaciones de la aparición de un nuevo abanico de consideraciones estéticas que se abrió con el nuevo siglo. La estética filosófica, entendida de manera tradicional, entró en una crisis que hace que sus postulados se vean muy erosionados por la experiencia del arte contemporáneo.
La normatividad que siempre acompañó a la estética se compagina muy mal con una época en la que el arte se caracteriza, precisamente, por la inexistencia de la norma. No olvidemos que la estética estuvo siempre asociada íntimamente con las Academias, que de sus planteamientos se desprendían preceptos concretos para la práctica del arte, y que si esta unión pudo ser fructífera en la época inicial del academicismo, el Renacimiento y el Barroco, o en el de su plena institucionalización, el siglo XVIII, el mejor arte del siglo XIX sometió esa institución a un proceso de crítica tan radical que le dio un golpe mortal. Los movimientos de vanguardia del siglo XX, proclamando la multiplicidad de poéticas, la extrema libertad de planteamientos, la disolución del arte en la vida y en la técnica, acabaron por convertir a la estética tradicional en un esqueleto sin carne. La consecuencia lógica de la imposibilidad de establecer normas en el arte contemporáneo fue el crecimiento de la reflexión teórica ateniéndose a los fenómenos concretos del quehacer artístico, sin pretender por ello establecer categorías de excelencia, es decir, olvidando el aspecto normativo que había estado presente en las posturas estéticas hasta el siglo XIX. Es, por esto mismo, el momento de mayor importancia de las teorías del arte, que, siguiendo la propia fragmentación de la cultura europea del siglo XX, no tienen pretensión de globalidad y pueden dedicarse a la elucidación de aspectos parciales de los fenómenos del arte o del gusto. Pero si la fragmentación es uno de los rasgos del paradigma cultural de nuestra época, no podemos dejar de señalar qué fragmentarias han sido también las aportaciones estéticas de Platón, de Aristóteles, de Tomás de Aquino, Bruno o Nietzsche, y su asistematicidad o su inclusión en discursos de otras intencionalidades no les quita su importancia fundamental para el pensamiento estético occidental.
A esto debemos sumar la importancia que en cada período tienen -y muy especialmente en el siglo XX- los planteamientos realizados por los movimientos artísticos, las poéticas. La profusa reflexión de los artistas vanguardistas, o de los teóricos o críticos que compartían sus postulados, tiene antecedentes ilustres en los artistas del período renacentista, en el cual los comentarios más incisivos acerca del arte y de la teoría de la representación proceden de artistas, como Alberti, Piero della Francesca o Leonardo. Por otra parte esta ampliación de los márgenes de «lo estético» en general es más acorde con la pluralidad que rige nuestra cultura contemporánea. No solamente el arte no es ya normativo sino que también «lo estético» se ha difuminado, se ha adherido a múltiples facetas de la cultura que anteriormente habían sido consideradas exentas de él. La reflexión en torno al arte y la práctica artística en todas sus múltiples realizaciones prolifera y se extiende a los más variados campos de la actividad humana, siguiendo el proceso que se ha llamado de «estetización del mundo». Como resultado de este doble movimiento, de anacronismo en sus postulados tradicionales, y de ampliación de su potencial campo de acción, la estética se ha vivificado en nuestros días en una multiplicidad de aproximaciones que van desde las teorías de la concepción y recepción de las formas, la crítica de la llamada época de la técnica que requiere del examen estético de sus producciones, los estudios sobre la industria cultural y la comunicación de masas hasta su aproximación, al punto de muchas veces confundirse con ella, a la teoría del arte. En este ámbito, menos delimitado epistemológicamente, pero de una indudable riqueza y multiplicidad de aproximaciones, se dirimen en la actualidad los problemas estéticos.
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