Referencia:
HEIN, Hilde ([1998] 2020), “¿Por qué no la teoría estética feminista?”, trad. Gabriela Huerta-Tamayo, en Hilde Hein, Estética y feminismo. 2 artículos, Ciudad de México: Ediciones Corte y Confección, julio de 2020. Consultado en https://sentipensaresfem.wordpress.com/2020/08/02/hhtef/. PDF: https://sentipensaresfem.files.wordpress.com/2020/08/hilde-hein-estetica-y-feminismo-2-articulos.pdf EPUB: https://archive.org/download/hhef2a/Hilde_Hein-Estetica_y_feminismo_2_articulos.epub
(Fuente en inglés: HEIN, Hilde, “Why Not Feminist Aesthetic Theory?”, The Journal of Speculative Philosophy, New Series, vol. 12, No. 1 (1998), pp. 20-34, http://www.jstor.org/stable/25670236)
Sumario
¿Por qué no la teoría estética feminista?
La esencia del hombre es la razón
Teoría estética histórica
La exclusión de las mujeres de la estética convencional
El rastro cognitivo
Ofuscación conceptual de la creatividad práctica
Superando el estado del objeto
Hacia una estética feminista
La relevancia de la estética para la filosofía
Trabajos citados
Notas
¿Por qué no la teoría estética feminista? (1998)
Por Hilde Hein
Traducción de Gabriela Huerta-Tamayo (2020)
A la luz de sus propias preocupaciones y su lugar en la historia de la filosofía, la teoría estética y la estética misma parecen ser lugares ideales para la expresión de las mujeres. Pero, contrariamente a esa expectativa, las mujeres rara vez figuran entre los teóricos de la estética.[1] Abordaré la anomalía de la ausencia de las mujeres y sugeriré que una contribución feminista a la teoría estética sería de gran valor filosófico. Discutiré tres factores que parecen haber influido en la exclusión de las mujeres; antes de considerar estos, sin embargo, debo recordar a las/os lectoras/es algunas de las características estándar de la representación filosófica de las mujeres y algunas ideas elementales de la historia de la estética. Mi objetivo aquí es menos analizar o evaluar estas convenciones filosóficas que recordar su relevancia para la anomalía en cuestión. Luego consideraré una posible teoría estética alternativa que las mujeres feministas están desarrollando progresivamente. Por último, voy a expresar la esperanza de que dicha teoría estética será prometedora para el avance de la filosofía en general.
La esencia del hombre es la razón
El devenir cuerpo [embodiment], de acuerdo con una tradición occidental que comienza con Platón, si no es que antes, es una carga que debe ser soportada, a veces para ser disfrutada, pero idealmente para ser trascendida. Durante 2500 años, la filosofía tradicional ha exaltado a los seres humanos, en tanto distintos de la naturaleza bruta, principalmente como mentes que en momentos de liberación triunfal logran un estado incorpóreo real o figurativo. La capacidad de autotransformación y trascendencia se cultiva —a través de la aptitud mental como primera opción, pero también a través del esfuerzo físico disciplinado en segundo término—. El cuerpo no se niega total o invariablemente, sino que se representa como funcionando en una vía subordinada compartida con los animales «inferiores» y, por lo tanto, requiere control. Se han ideado una variedad de técnicas religiosas, extáticas, intelectuales, virtuales e inducidas por drogas para ayudar a la mente en su vigilancia del cuerpo y para liberarla, temporalmente, si no permanentemente, de su confinamiento corporal.
Para la mujer siempre ha sido de otra manera. Aunque se le proporciona una capacidad racional rudimentaria (desestimada por Aristóteles como «sin autoridad»), la naturaleza asignada a la mujer no deja opciones para la liberación del cuerpo. Su cuerpo y sus capacidades reproductivas predeterminadas son su destino. Debo señalar que esto también incluye necesariamente los encantos de la seducción, así como la ternura y la paciencia necesarias para el cuidado de niñas/os y hombres. Cualquier trascendencia parecida a la de un hombre que la mujer pueda lograr de manera contingente (y claramente dentro de su capacidad), viola su naturaleza y pone en peligro su estado natural de inmanencia (por decirlo con una singular locución existencialista).
No me demoraré en esta distinción familiar de género. Hay quien puede pensar que es arcaica, y en términos prácticos seguramente lo es, pero su profundidad metafísica y su prevalencia incrustada en la teoría y la práctica de todas las culturas, y especialmente en el lenguaje común, persiguen a las mujeres reales incluso ahora y evitan el logro de su humanidad plena.
Teoría estética histórica
La estética filosófica, aunque sus raíces se remonten a la antigua Grecia, en realidad comenzó en la Europa del siglo XVIII, simultáneamente con la creación del concepto de bellas artes.[2] Obviamente, había personas, a quienes ahora designamos como artistas, que producían pinturas, poemas, esculturas, música, bailes y obras arquitectónicas mucho antes del siglo XVIII; pero estos productos de arte no estaban vinculados previamente a una identificación conceptual que los aislara y demarcara respecto de otros productos especializados de la artesanía como «obras de las bellas artes«. Las personas que los hicieron eran hacedoras y productoras [doers and makers] que funcionaban en la sociedad según las convenciones de su época como miembros/os de un gremio, o cortesanas/os, sirvientas/es, maestras/os o vagabundas/os. Ejercían su oficio, a veces vivían de él, pero su trabajo no estaba mistificado. El genio era un espíritu genérico, a veces de carácter local, y su actuación podía haber traído renombre, pero no inmortalidad. El surgimiento de las bellas artes, a diferencia de los productos de la artesanía o la ciencia u otra actividad útil, es un fenómeno social fascinante, que no exploraré aquí; con él, también surgió una ciencia que se llamó estética, cuyo objeto de estudio paradigmático fue la experiencia de las entidades recién concebidas.[3]
El término estética fue usado por primera vez en 1735 por el filósofo leibniziano Alexander Baumgarten para referirse a una ciencia de la percepción sensorial. Baumgarten sostuvo (1954) que el conocimiento sensorial era una forma de cognición menor respecto del entendimiento intelectual, pero aun así era un medio metódico para adquirir conocimiento probable. Desde el principio, la estética tenía un referente físico no eliminable, el objeto percibido y, por lo tanto, estaba en un plano más abajo que la ciencia incorpórea de objetos noéticos que fue glorificada por la escuela racionalista de Descartes. No obstante, había un lugar para la estética —y durante al menos un siglo fue una ciencia que mantuvo lazos explícitos con su origen cognitivo—.
A lo largo del siglo XVIII, la disciplina de la estética se transformó sutilmente. Mudó su asociación con la sensación ordinaria y, en su lugar, se relacionó con una categoría de juicio conocida como gusto. Tenía una conexión persistente con la experiencia perceptiva inmediata, pero también implicaba una apreciación evaluativa que apelaba a un estándar. El juicio estético ocupaba así un término medio que era cuasicognitivo y cuasiemotivo (afectivo); por un lado, apelaba a criterios objetivos y universales, pero, por otro, confiaba inequívocamente en un estímulo subjetivo inicial. La identificación con la belleza conllevó una respuesta subjetivamente placentera. El individuo que dice el juicio de gusto debe verse subjetivamente afectado, aunque el juicio que declara es más que un informe de esa experiencia privada. El dominio de lo estético es, así, un híbrido, separado tanto de la verdad abstracta especulativa (el reino de la ciencia pura) como del interés práctico y concreto (la moral y la esfera de la prudencia).[4]
Esto me lleva a la anomalía indicada anteriormente. Concediendo (por el momento) la corporeidad primaria de las mujeres y su disminuida orientación intelectual, se podría esperar que la (inferior) «ciencia de la estética» —residualmente compuesta de razón y sensibilidad— fuera una fuerza especial de las mujeres, pero este punto de vista nunca se ha defendido. Incluso hay menos mujeres esteticistas conocidas que artistas, y solo hay una teoría estética feminista embrionaria.[5] Quiero considerar por qué las mujeres están ausentes de una escena que parece ser eminentemente adecuada para sus particulares calificaciones (disminuidas).
Sin embargo, para discutir este tema, primero debo hacer una aclaración terminológica sobre lo que podría ser una perspectiva feminista sobre la estética, a diferencia de la perspectiva femenina. Necesito hacer esta distinción porque, como habrán notado, la única caracterización de las mujeres discutida hasta ahora deriva enteramente de una perspectiva masculina. Por más que muchas mujeres hayan sido cómplices de esa representación, y muchas mujeres sin duda la han perpetuado, es una visión de las mujeres que las entiende única y exclusivamente en términos de su relación con los hombres. Y esa no es una posición feminista.
Una feminista es una persona de cualquier género que tiene una convicción ideológica que se opone a la inherente supremacía masculina y a la subordinación femenina en cualquier dimensión. La mayoría de las feministas también creen que el género es una categoría de discriminación históricamente significativa.[6] La mayoría de las feministas son mujeres, pero muchas mujeres no son feministas. El adjetivo feminista se refiere a una posición política deliberadamente sostenida. No debe confundirse con el adjetivo femenino, que con frecuencia modifica la apariencia o el comportamiento de las mujeres, especialmente el dictado o aprobado por los hombres. La larga familiaridad con los estándares de feminidad ciertamente puede moldear la visión de una mujer sobre el mundo e incluso permitirle criar a sus hijas de acuerdo con ellos, pero hacer eso no es adherirse implícitamente a una ideología original. Una estética femenina —si existe tal cosa— se conformaría con las categorías dualistas de un sistema masculinista, haciendo explícitas las complementariedades que, según dicho sistema, informan la quietud femenina. La feminidad es simplemente el anverso de la masculinidad y, por lo tanto, plantea la misma cuestión que desafían las feministas. Solo desde una perspectiva feminista, se puede preguntar inteligiblemente sobre la ausencia de mujeres del discurso teórico de la estética.
La exclusión de las mujeres de la estética convencional
Desde el siglo XVIII (que culminó en 1790 con la Crítica del juicio de Immanuel Kant), las obras de arte han representado el paradigma de los objetos estéticos y el modelo candidato para la experiencia estética.[7] Se reconoce en general que somos capaces de disfrutar estéticamente de todo tipo de otras entidades —desde paisajes naturales hasta buenas cenas y ecuaciones matemáticas—, pero los esteticistas inevitablemente vuelven a discutir la obra de arte «independiente» que se produce deliberadamente (o al menos se selecciona) con el fin de evocar la apreciación estética. Típicamente, los esteticistas también se concentran en la experiencia estética positiva, es decir, en los juicios de belleza y sus correlativos (gracia, armonía, unidad orgánica, etc.), aunque aquí también se reconoce que los pronunciamientos de fealdad y sus correlatos (tosquedad, falta de armonía, confusión) también deben contar como juicios estéticos (negativos). Una nota subsidiaria es que los juicios profundamente negativos pasan al dominio moral, por lo que es discutible la posibilidad misma de una obra de arte totalmente aversiva.[8]
La teoría estética ha representado notablemente su dominio como distinto de las preocupaciones teóricas (especulativas) de la ciencia o el conocimiento ordinario y también del interés práctico de la vida cotidiana, la supervivencia económica y la toma de decisiones morales. Esto no quiere decir que estos temas no sean tratados dentro de las obras de arte; novelas, pinturas, bailes y obras musicales con frecuencia representan situaciones morales o proporcionan esta información. Cualquiera que haya visto el reciente aluvión de películas de Jane Austen probablemente haya aprendido algo sobre los modales y costumbres de la Inglaterra de clase media del siglo XVIII, o al menos sobre sus muebles y ropa. El punto es que el éxito estético de estas obras no depende de la precisión, verdad o propiedad moral de lo que profesan. Esto es lo que significa el concepto de la autonomía del arte: que, como arte, un objeto no puede reducirse a sus lecciones de moral o de fondo y, como arte, no está para ser juzgado por ellos. Está, más bien, para ser juzgado «desinteresadamente» de acuerdo con sus propios estándares separados. Esta doctrina es el corazón del formalismo moderno; sostiene que cualquier representación o referencia es sospechosa y debe defenderse contra interpretaciones que la vuelvan a unir a la vida por motivos distintos a los estéticos.
Debo subrayar que muy pocas personas hoy en día mantienen una posición esteticista tan extrema, y esto tiene mucho que ver con la combinación actual del arte de alto nivel y las formas populares de arte. Sin embargo, esa coyuntura corta ambos sentidos: el león que gruñe en el sello de las películas de Metro Goldwyn Mayer está inscrito en una pancarta que proclama «Ars gratia artis» («arte por el arte»), incluso cuando es muy comercial; y el arte todavía está protegido de la vida (si no, del Congreso) por muchas convenciones, a veces cuestionables, que lo abstraen y exaltan. Esta continuidad histórica de elevación estética puede proporcionar alguna pista sobre la exclusión prolongada de las mujeres de la teoría estética —y su colateral relegación del pedestal—. Ahora me dirijo a esa exclusión.
El rastro cognitivo
Una condición que obstruye el ingreso de las mujeres al campo es la asimilación residual de la estética a la epistemología. La más temprana teoría del arte, la cual arraiga genuinamente en la teoría griega, afirma que el arte es esencialmente imitación —una práctica deplorada por Platón y condicionalmente aprobada por Aristóteles—. Una de las satisfacciones que se derivan de la imitación, cuando resulta exitosa, es que se adquiere (una especie de) conocimiento de lo que se imita. Quienes imitan mejor, incluso Platón estaría de acuerdo, son quienes tienen el conocimiento más completo y preciso del tema.[9] Desafortunadamente (Platón dice, pero no todas/os están de acuerdo con él), las/os artistas tienden a representar cualidades superficiales, que, debido a que son agradablemente enlucidas, son doblemente engañosas ya que desvían la atención de la cosa genuina (ver la Apología). La norma por la cual el arte ha de ser juzgado es, por lo tanto, implícitamente, la Verdad —aunque a menudo no sea la verdad como se da en la experiencia, sino como idealizada, como se conoce en abstracto—. Y, obviamente, esto descalifica a las mujeres, quienes carecen de los medios para aprehender la Verdad, de producir o apreciar el arte. Sin la capacidad de abstracción, las mujeres están irremediablemente atrapadas en lo concreto dado de la experiencia.
La predilección por lo que es abstractamente entendido, producto del cálculo intelectual, llevó a muchos filósofos y especialmente a los teólogos a considerar las artes visuales (que necesariamente apelan a los sentidos) como inferiores al arte temporal y más conceptual de la literatura. Esta evaluación no incluye toda la literatura, ya que también puede ser sensual y descriptiva en asuntos terrenales. La literatura admirada por los árbitros del gusto como las bellas artes a menudo desprecia la terrenalidad o la comedia (incluso Shakespeare tuvo algunos enemigos entre los jueces clásicos de la calidad estética). También en las artes visuales, la idealización ocupa un rango más alto que el realismo de, digamos, la pintura de género. Por mucho que podamos admirar la habilidad de artistas para representar detalles específicos —y esto requiere aptitud cognitiva, ya que aprendemos hechos históricos de una descripción precisa—, la calidad estética es una función, no de la cantidad de información que una obra incorpora y proporciona, sino de su forma e integración. Características detectadas tales como el equilibrio, la armonía, la integridad son cualidades perceptivas no singulares de un objeto, pero tienen algo en común con la «corrección» de las pruebas matemáticas y la «elegancia» de las demonstraciones científicas.[10] Sir Joshua Reynolds, en su Discursos sobre el arte (1770), aconseja a los aspirantes a artistas a pensar profundamente, a no a inclinarse a la «mera» imitación, sino a luchar por la grandeza intelectual. El gran artista, dice, «como el filósofo, considerará la naturaleza en abstracto y representará en cada una de sus figuras el carácter de su especie» (Discurso III).
Entonces, si, como dijo más tarde Walter Pater: «Todo arte aspira constantemente a la condición de la música» (1986, 86), esto no se debe (solo) a su sensual sonoridad, sino a que esa condición oblitera las declaraciones opresivas del tema y, por lo tanto, se aproxima al estado del puro conocimiento contemplativo.[11] Idealmente, no está afectado por la conciencia corporal por completo. Los esteticistas clásicos (del siglo XVIII) distinguieron entre lo bello y lo sublime, identificando al primero con cualidades más suaves, hogareñas y femeninas de la belleza sensual y al segundo con el mundo poderoso y suprasensual de la forma sin cargas.[12] El arte moderno y la estética modernista aún exaltan la sublimidad de la forma reconocible por sobre todo contenido, vinculando implícitamente un alto propósito moral (y la masculinidad) con la representación de estructuras universales abstractas de significado y expresión. Incluso el desnudo, el más sensual de los objetos físicos, está enrarecido estéticamente (aunque ese estado elevado parezca no ser observado por algunos técnicos en laboratorios de fotografía que aún se niegan a imprimir instantáneas de bebés desnudas/os).[13] Escribiendo en el siglo XX, Kenneth Clark dice: «Y el desnudo adquiere su valor perdurable por el hecho de que reconcilia varios estados contrarios. Toma el objeto más sensual e inmediatamente interesante, el cuerpo humano, y lo pone fuera del alcance del tiempo y el deseo; toma el más puramente racional concepto de que la humanidad es capaz, el orden matemático, y lo hace una delicia para los sentidos» (1956, 50). Irónicamente, el objeto más utilizado desde el renacimiento para modelar el orden formal es el cuerpo de la criatura sumamente no racional —la mujer—. Qué conveniente para el artista (masculino) y su audiencia (masculina) que puedan mirar sabiamente el cuerpo femenino deseado (o su imagen) y felicitarse todo el tiempo por la pureza de su entusiasta apreciación del orden racional incorpóreo. Bueno, ¡díganle eso a los pornógrafos!
Las mujeres, por el contrario, rara vez están fuera del alcance del tiempo y el deseo, y se ven alejadas de estas asociaciones tanto por la (des)inclinación largamente cultivada como por la exclusión positiva. Aunque los tiempos están cambiando, siglos de educación han limitado efectivamente a la mayoría de las mujeres al mundo de los detalles concretos. Entrenadas para atender la esfera inmediata y doméstica, las mujeres se desaniman en la búsqueda de la ciencia fundamental. La misma incapacidad aprendida para lo abstracto debe disuadirlas de las premisas de la estética tradicional.[14] Si las mujeres solo ven cuerpos y bebés donde los hombres supuestamente ven la razón divina, obviamente las mujeres son apreciadoras inadecuadas al igual que conocedoras incompetentes. Las mujeres, por supuesto, ven cuerpos y bebés, a quienes deben alimentar y consolar, y pocas tienen la oportunidad de disfrutar de la contemplación de los misterios abstractos de la proporción ideal y la forma perfecta. La intuición y la sensibilidad emocional de las mujeres, que supuestamente compensan su desventaja cognitiva (abstracta), funcionan una vez más en su desventaja, impidiendo el éxito incluso en la ciencia secundaria de la sensación para la cual, según el estereotipo, parecerían estar bien adaptadas.
Ofuscación conceptual de la creatividad práctica
Una segunda restricción sobre la contribución de las mujeres a la teoría estética es práctica. La creatividad ha sido apropiada (por los hombres) como una actividad proyectiva cerrada a las mujeres. A las mujeres no se les permitía estudiar en academias de aprendizaje artístico, excepto bajo la tutela de padres o hermanos artistas, y, sobre todo, a las mujeres no se les permitía esculpir o pintar desnudos. Al describir una foto de 1885 de mujeres que estudian arte bajo la guía de Thomas Eakins (anatomista de habilidad poco común),[15] Linda Nochlin (1988) dice: Están trabajando sobre una vaca —o tal vez un toro—, las partes bajas están oscurecidas. El punto de Nochlin es que las prohibiciones institucionales, y no la incapacidad individual, han sido los principales obstáculos para el ingreso de las mujeres como artistas en el campo del arte creativo. (Podrían, por supuesto, ingresar como modelos). Limitaciones prácticas similares han constreñido a las mujeres como esteticistas.
Ni las «partes bajas» ni la creatividad son realmente ajenas a la experiencia de las mujeres. Es desconcertante al menos reflexionar sobre un tema que es tan mistificado y seductoramente oscurecido, más aún cuando se tiene una buena razón para creer que, en principio, se entiende muy bien el tema. Las mujeres están en esta posición con respecto a la creatividad, una condición a la que con frecuencia se alude en el discurso de la estética por metáforas del embarazo, la gestación y el nacimiento. Se podría esperar que las mujeres tengan una comprensión íntima de estos temas. Irónicamente, mientras que se piensa que las preocupaciones domésticas de las mujeres —de cocina, nutrición, de procrear niñas/os y educarles— son completamente inconscientes cuando las realizan las mujeres, son una fuente común de expresiones utilizadas para describir la productividad artística deliberada de los hombres, que cocinan a fuego lento, incuban, salen del cascarón y siempre crean con desenfreno. La metáfora del mandato divino, una llamada al orden a partir del caos o de hacer algo de la nada, también se invoca para describir la creatividad masculina. Las mujeres rara vez piensan en aplicar imágenes tan dramáticas a sus propios esfuerzos generativos. Una no decreta: «¡Que haya un niño de dos años!», o que «esta casa desordenada se vuelva limpia». Sin embargo, las mujeres tienden a encontrar satisfacción creativa en los esfuerzos lentos y transformadores de civilizar a las/os niñas/os, producir comida, mejorar los espacios o hacer que una vivienda sea habitable.
En el mundo masculinista de la teoría estética, estas actividades silenciosas pasan desapercibidas y la creatividad se concibe imperativamente y más o menos violenta, discontinua y personalmente engrandecedora. Si, por su propia admisión, las mujeres carecen tanto de la ambición como de la capacidad para tal ruidoso logro, se podría suponer que sus habilidades de apreciación y juicio también se ven estropeadas. Como esteticistas, las mujeres deben operar con una doble desventaja, y lo que digan solo puede ser derivado. Sin embargo, el problema puede estar en el modelo y no en quien lo realiza. ¿Por qué limitar la creatividad a una banda de movimientos tan estrecha que solo un pequeño espectro de comportamientos se califica como instancias de ella?[16]
Superando el estado del objeto
Una tercera función incapacitante es la condición de la mujer como objeto estético más que como sujeto. La «mirada masculina» [“male gaze”] se ha convertido en un lugar común descriptivo, especialmente con respecto a la teoría del cine y las representaciones visuales de las mujeres (ver Mulvey 1985, 1989). El ensayo de John Berger «Formas de ver a las mujeres» (1972) ha hecho todo lo posible para aclarar históricamente que las imágenes de las mujeres se construyen invariablemente para apelar al juicio masculino (y heterosexual) incluso cuando ese punto de vista es tomado e internalizado por la mujer bien socializada. Lo que se destaca con menos frecuencia es que tal juicio igualmente, si no más de manera indirecta, construye la mayoría, si no todas, las situaciones perceptivas —no solo la observación de las figuras humanas—. La mirada masculina es normativa, ya que la perspectiva es el punto de vista sancionado públicamente, ya sea de un paisaje, un interior, o una escena doméstica —en breve, de todo lo visible—. Cualquier otra perspectiva está etiquetada como desviada. Las mujeres no solo están habituadas a la autoobservación de acuerdo con ese estándar (como señala Berger), sino que también aprenden a ver todo con doble visión, a disfrutar tanto de la llamada vista «normal», por ejemplo, de una habitación o calle que se presenta a la mirada masculina, como de la visión desviada que les es fenomenológicamente propia (por ejemplo, un espacio para ser atravesado con vergüenza consciente o con miedo a la amenaza). La mirada masculina no se limita a los hombres, sino que es la «ley de la tierra». Las mujeres en consecuencia ven de esta forma, pero su adaptación a esa visión se compone con una mirada «fuera de la ley» que se cruza con ella y la corroe.
¿Podría tal visión enriquecida o compleja no ser una mejora de la competencia estética? Parecería que la capacidad de las percepciones multiplicadas debería, por así decirlo, ampliar la base de datos de la que se extrae la sabiduría estética. Idealmente, ese sería el caso, y argumentaré que es una ventaja desde la perspectiva de una teoría estética que prospera en la densidad de la textura. Pero en el mundo en que vivimos, la complejidad, que nubla el discernimiento, no es bienvenida conceptualmente ni en los hechos. La simplificación se valora en aras de la dominación, y esto es debilitante para las mujeres. Mirando más allá de la evasión de la multiplicidad, encontramos que el juicio estético no es universal ni neutral (ni desinteresado), como sostienen sus defensores clásicos, sino que sigue un paradigma favorecido. De acuerdo con su metafísica y epistemología originarias, el paradigma asigna un estado activo al sujeto/artista/espectador (masculino, que mira) y la pasividad al objeto (feminizado y que es mirado), reforzando una vez más lo funcional y el desempoderamiento cognitivo de las mujeres. Las mujeres que estudian y profesan la teoría estética filosófica se encuentran en un doble contenedor como mujeres artistas o críticas. A veces son exégetas exquisitamente competentes, pero su notable capacidad para explicar y replicar no implica la universalidad de la teoría reproducida (mucho menos su excelencia), sino que revela solo el poder de su mistificación coercitiva (ver Le Doeuff 1987).
Sin embargo, llamar la atención sobre la objetivación de las mujeres en el arte y la teoría estética de la cultura occidental no es suficiente para señalar el camino hacia una filosofía nueva y no objetivante. Ni siquiera equivale a una condena prima facie de la práctica, ya que se podría declarar la jerarquía sujeto-objeto metafísicamente correcta y buena, simplemente afirmando la supremacía masculina como un hecho natural. Es necesario presentar un caso teórico para una alternativa, y esto no se puede lograr con la mera declaración de que las mujeres también son sujetos, ya que, como espero sea claro, la noción misma de subjetividad activa implica un objeto pasivo (es decir, feminizado) y, por lo tanto, así es intrínsecamente masculinista y presuntamente heterosexista. Abrir las puertas de la oportunidad a las mujeres (lo que de hecho se está haciendo) no altera la estructura de los espacios a los que se accede. Simplemente aumenta la proporción de mujeres calificadas como hombres (es decir, como sujetos); no reduce la disparidad de género cuya preservación es constitutiva de la dualidad del sistema y esencial para su existencia. Un sistema que abandone el desequilibrio de la relación sujeto/objeto junto con la asimetría de género es el objeto de la investigación feminista. Una teoría estética feminista también tiene ese fin a la vista y, para lograr ese fin, debe superar la debilitante condición inicial del estado del objeto.
Los obstáculos que traban el progreso de las mujeres en la teorización estética son, por lo tanto: (1) la asociación histórica de la estética con el conocimiento, una capacidad deficiente en las mujeres; (2) la falta de acceso de las mujeres a las formas reconocidas de la práctica creativa estética junto con la mistificación de esa práctica;[17] y (3) la consignación de las mujeres al estado de objeto estético en lugar de agente productivo, y la resultante comprensión compleja/confusa de esa condición. Estos impedimentos al filosofar estético son dolorosos, pero pueden ser el enojo proverbial que ahora energiza una gran cantidad de reflexión feminista.
Hacia una estética feminista
Como se indicó, una perspectiva feminista no consiste sencillamente en elevar a las mujeres a la condición de hombres para compartir un punto de vista ya definido. Sería lógica y éticamente incongruente (se podría decir grotesco) adoptar una posición que requiera la propia subordinación (o la de las/os demás «como» la de una/o misma/o). Por lo tanto, la tarea principal para las feministas es desmantelar la posición falsamente universal y reemplazarla con una filosofía más adecuada. Sin embargo, esto puede suceder solo en etapas, no solo porque los hombres resistirán, sino porque las mujeres también lo harán —han sido educadas para reverenciar reglas idénticas—. Las feministas deben pensar en el proceso gradualmente y desde adentro, mientras forjan un nuevo lenguaje para reemplazar al antiguo.
La empresa de formular una teoría estética feminista ya ha pasado por varias etapas. Comenzó, cuando la mayoría de los feminismos parecen haber iniciado, con el reconocimiento de la ausencia. ¿Por qué no había «grandes» mujeres artistas? ¿No había esteticistas femeninas o críticas? ¿Por qué las cosas que hicieron las mujeres, aunque a menudo apreciadas y encontradas estéticamente agradables, no se valoraban como bellas artes? ¿Por qué los libros y las pinturas de mujeres, incluso cuando se lanzan a la esfera pública, se clasifican invariablemente como arte «menor» o «secundario» (como primitivo, popular, decorativo, aficionado, ingenuo o doméstico) y por qué se olvidan pronto? El descubrimiento de la ausencia en las artes, como en la ciencia y la historia, condujo a un clamor inmediato por la rectificación, una presión para hacer una historia compensatoria. Las académicas peinaron los registros para reclamar a las madres perdidas en todos los campos —y de hecho las encontraron—. Pero la búsqueda condujo a más rompecabezas. ¿Por qué se oscureció la existencia de estas mujeres? ¿Podría haber habido otras que se borraron por completo o cuyo talento (¿genio, tal vez?) no pudo llegar a buen término? ¿Cuáles fueron las condiciones que impidieron su emergencia? La búsqueda para resolver estos acertijos reveló un patrón de ofuscación y negación. Más importante aún, se generaron dudas sobre la validez de los criterios con los cuales se emitieron los juicios originales. Si los estándares del arte, la ciencia o la valía histórica en general son perjudiciales, sesgados para excluir a una parte de la humanidad, ¿se podría confiar en ellos? Y si no son confiables, ¿qué estándares alternativos deberían reemplazarlos?
Una segunda fase de la reflexión feminista se apartó de la recuperación de las personas excluidas en cumplimiento de normas existentes para la corrección de normas —una empresa humanista esencialmente liberal—. ¿Qué estaba mal con las cosas que hacían las mujeres? ¿Por qué no «contaron» como arte (o ciencia o actividad histórica, económica o ética significativa)? De hecho, parecían cosas muy buenas y humanas que merecían valorización, por lo que las feministas cambiaron su terreno de la igualación a la celebración de la diferencia.[18] Al aceptar el «hecho intransigente» de la asimetría de género, las feministas buscaron con orgullo explorar la fenomenología positiva y no analizada de la experiencia femenina por derecho propio, y no como reactiva o complementaria al comportamiento de los hombres. Esta fase del feminismo, muy en deuda con la teoría psicoanalítica, la teoría feminista francesa y los primeros desarrollos de la posmodernidad, se centró en gran medida en la sexualidad e interacciones afectivas de las mujeres. La explosión de la literatura y el arte de las mujeres —gran parte de ella de celebración— y la mayoría de los programas de estudios de las mujeres en las instituciones académicas eran una consecuencia de este momento histórico.
Este momento representaba una legitimación de la identidad de género de acuerdo con las condiciones existentes, y, como tal, no podía eludir su propio contexto de historización. El dilema ahora surgía: si aceptamos la identidad de género, de celebración o no, coincidimos con un esencialismo que intensifica la discrepancia entre hombres y mujeres, al tiempo que ignoramos las diferencias dentro del género (clase, raza, preferencia sexual, gustos, etc.). Sin embargo, si negamos la diferencia, nos ponemos en desventaja competitiva en un mundo que castiga a las mujeres por las cualidades que comparten y que se ven obligadas a adquirir por un sistema desigual. Estaba claro que ni la asimilación ni el oposicionismo son posibles. Debe introducirse una fase de reevaluación crítica que genere nuevos modelos que se adapten a subjetividades distintas sin que sean esenciales.
Jane Duran, una epistemóloga feminista que recurre a las teorías naturalizadas canónicas angloamericanas (Quine, Kornblith, Goldman), así como a la labor de las teóricas feministas (Bordo, Keller, Harding, Hartsock), dice que «es resultado de nuestro modelo que la adquisición de conocimiento —justificación epistémica— sea un proceso relacionado con el contexto y la cultura» (1991, 185). Es necesariamente pluralista, por lo que difiere fundamentalmente del modelo de conocimiento cartesiano universalista y sin contexto. Duran procede a recurrir a antecedentes filosóficos poco convencionales como Maxine Hong Kingston, una asiática estadounidense (1977); Paula Giddings, una negra americana (1985); Paula Gunn Allen, una nativa americana (1986); y María Lugones, filósofa latina (1987). Todas estas autoras destacan la importancia de renunciar a categorías rígidas, y de la apertura perceptiva que permita una respuesta espontánea a lo inmediato e inesperado; sobre todo, están de acuerdo en la importancia única de la comunicación oral y no verbal.
Sin pronunciar un relativismo divisivo, estas mujeres afirman una normatividad contextualizada que no implica escepticismo ni irracionalidad. Sin abandonar el escrutinio de la mejor o peor evidencia, sin embargo, amplían enormemente el catálogo de lo que debe considerarse como evidencia aceptable. La lista incluye una serie de implementos de comunicación no verbales y gestuales (es decir, tradicionalmente no epistémicos) comúnmente utilizados en la vida cotidiana. Los rostros sonrosados y las palmas sudorosas, por ejemplo, cuando se leen contextualmente, no son infalibles, pero son detectores notablemente buenos de mendacidad. Solo una cultura que exalta la incorporeidad podría ignorar la gran cantidad de información transmitida por las minúsculas variantes corporales. Quizás su propia exclusión de la legitimidad epistémica ha sensibilizado a las mujeres al amplio y sutil rango de conocimiento no estándar. Paradójicamente, la amplitud de tales recursos pasados por alto proporciona un espacio para ampliar la teoría epistemológica y la teoría estética feminista. Al proponer una teoría del conocimiento «erotizada», Duran señala que «es concebible que el sello distintivo de una epistemología ginecocéntrica pueda ser el conocimiento divorciado de los sentidos» (1991, 202). Por otra parte, la epistemología que prefigura se basa en la sensibilidad, la conciencia de la intencionalidad —a la propia como la de los demás— que se aproxima a una sensibilidad estética. Duran sugiere una inversión de la jerarquía cognitiva convencional. En lugar de considerar «la ciencia de los sentidos» como secundaria y derivada de la ciencia primaria del intelecto, podríamos considerar la última como un resto desecado de la primera.
Las feministas han hecho grandes avances en la crítica teórica. Junto, y algunas veces de acuerdo con las/os marxistas, la/os posmodernas/os, y una serie de otras/os crítica/os ideológica/os de la filosofía occidental tradicional, el feminismo se ha opuesto a las premisas anticorporales, antiemotivistas, distantes y no contextualizadas de la tradición occidental canónica; pero el feminismo no puede descansar solo con el rechazo o la reactividad. Hacerlo no reemplazaría, sino que solo reafirmaría, la dicotomía dominante familiar que las feministas están ansiosas por destronar. Por lo tanto, es vital que las feministas vayan más allá de la negación al desarrollo de una teoría positiva, y esta debe ser la próxima fase de nuestra actividad.
La relevancia de la estética para la filosofía
El trabajo ya ha comenzado en varias áreas, y creo que la reflexión estética puede ayudar a su progreso. Lo que la teoría estética ofrece es de crucial importancia —en parte, por la sencilla razón de que su historia ha sido considerada periférica a la corriente dominante de la filosofía y por lo tanto ha disfrutado un espacio de exploración apartado para desarrollarse y madurar—. A pesar de su pretensión de desinterés, el dominio de lo estético y, por lo tanto, su teoría están profundamente integrados con nuestras vidas sustantivas. Del mismo modo, la teoría feminista está sustancialmente ligada a la teoría androcéntrica por su propia historia y no puede divorciarse por completo de ese contexto formativo. El lenguaje cuya connotación buscamos modificar —conceptos tales como subjetividad, fundamentación y dependencia del contexto— tiene sus raíces en la filosofía androcéntrica. Una reevaluación que subvierte las problemáticas existentes para fines feministas no debe entenderse como un abrazo de la condición rechazada, sino que debe funcionar como un repudio y una nueva interpretación del pensamiento convencional. Duran hace la observación sorprendentemente reconfortante de que, si bien se requieren perspectivas innovadoras para desarrollar una nueva epistemología feminista, ellas pueden ser menos revolucionarias de lo que pensamos.
Bien puede ser que la lectura entre líneas de teorías pasadas, incluso del trabajo que no es feminista, pueda revelar patrones de pensamiento insospechados o suprimidos que prefiguran esas ideas que ahora deben ser llevadas a la superficie y ser analizadas.
El objetivo de cualquier teorización, después de todo, no es solo inventar formas de pensar que son completamente nuevas en esta tierra, sino más bien articular pensamientos incipientes que prometen ayudarnos a comprender el mundo a medida que lo encontramos. Las formas tradicionalmente pasadas por alto en las que las mujeres realmente piensan, hablan, sienten y actúan sin duda deben haber dejado huellas, incluso cuando estas fueron superpuestas en una expresión androcéntrica antagonista o formulaica. Descubrir estas, junto con los mecanismos utilizados para suprimirlos, es un primer paso hacia la recuperación de evidencia significativa.
Algunas de esas pruebas están escritas y algunas incluso escritas por hombres. Pero una gran parte de ellas se encontrará en el registro material ignorado de las vidas de las mujeres. La forma del pensamiento corpóreo de las mujeres, inseparable de hecho de la estructura de sus sentimientos, se transmite a diario a través de una miríada de actividades que se inscriben en los artefactos físicos de la vida —y estas, también, son una fuente de teoría—. Debido a que el ámbito de la estética también se basa en la comunicación corporal, insisto y tengo una gran esperanza en la teoría estética como guía para la teoría feminista. Tal vez la menos ligada lingüísticamente de todos nuestros discursos filosóficos, ya que comienza y termina en la experiencia, la teoría estética está más en casa con la expresividad de la materia y las cosas volátiles del sentimiento. Es asunto de la estética moverse con las mareas del cambio físico y tecnológico y resistir su propio congelamiento ideológico. Incluso los formalistas tradicionales se ven obligados a adaptarse a nuevas formaciones de orden potencial y deben acoger el caos y la complejidad con eterno optimismo.
La teoría rara vez es ocasión para el optimismo, pero creo que hay una tendencia afirmativa en el afán con el que las teóricas están adoptando actualmente todo tipo de complejidad y cuestionan esos sistemas convencionales que «funcionan» principalmente imponiendo restricciones tiránicas. Las innovadoras en muchos campos están comenzando a pensar de manera diferente sobre dualismos revestidos de hierro como mente y cuerpo, masculino y femenino, e intelecto y sentimiento. Estamos comenzando a comprender que las emociones no son las fuerzas irracionales e incontrolables descritas por los filósofos desde Platón o las caricaturas estilizadas de las taxonomías del siglo XVIII. Tanto inteligentes como educables, las emociones nos informan sobre el mundo y sobre nosotras/os mismas/os de maneras que enriquecen y complican enormemente las estructuras abstractas del diseño intelectual. Durante siglos, el reino de la emoción se ha subordinado al intelecto, pero finalmente estamos aprendiendo a aprender constructivamente a partir del sentimiento.
La emoción siempre ha sido un ingrediente desconcertante y a veces embarazoso, incluso de la experiencia estética. Quienes buscan exaltar esa experiencia separándola del afecto ordinario han postulado una emoción única «estética» o una actitud con limitada realización. Mientras tanto, otras/os, incluidas las feministas, relacionan la experiencia estética con los placeres ordinarios, como el del paladar (el gusto en su sentido familiar) o los recuerdos sensuales y personales asociados (ver Korsmeyer y Feagin 1996). Un elemento sexualizado, si no sublimado, ha sido introducido por la teoría psicoanalítica en la producción y el disfrute de los objetos estéticos —aunque de una manera decididamente androcéntrica—. De interés para las feministas en todas estas representaciones de la emoción, como figura en el análisis estético, es una admisión potencial de una diversidad mucho mayor y una complejidad más estratificada que la que han permitido las teorías binarias en el pasado.
Podemos aprender del placer estético porque la teoría estética requiere un análisis mejorado para abarcar experiencias negativas y una variedad de experiencias positivas, simultáneas y no disyuntivas. No podemos mantener la ilusión de que una sola cosa atrayente, la Belleza, independientemente de la definición, atrae a la gente para testificar el horror, la violencia, la crueldad y la fealdad —pero estas son inconfundiblemente fuentes de placer estético—. Entonces, el placer en todas sus ramificaciones, algunas de ellas hirientes, exige un análisis feminista sofisticado. Eso podría ser un buen comienzo para iluminar un mundo experimentado plena y conscientemente —por las mujeres como por los hombres—. No sé exactamente qué producirá un análisis feminista del disfrute estético, o cómo sería una teoría estética feminista completamente desarrollada, pero espero que, al evitar dicotomías simplistas y exclusiones sesgadas, logremos una mayor sabiduría de la que hemos encontrado hasta este punto. La principal contribución que la teoría feminista parece haber hecho hasta ahora a la filosofía es que ha ampliado tanto el rango de personas que «cuentan» como la variedad de entidades que sirven como evidencia en la reflexión filosófica. Sugiero que el rescate de Duran del territorio epistémico para las mujeres da esperanza a una teoría estética feminista que abrirá el camino a una comprensión mejor y más completa del mundo que las filosofías anteriores han producido, que ha hecho ausentes las mentes de las mujeres.[19]
Trabajos citados
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Battersby, Christine. 1990. Gender and Genius: Towards a Feminist Aesthetics [Género y genio: hacia una estética feminista]. Bloomington: Indiana UP.
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Gidings, Paula. 1985. When and Where I Enter: The Impact of Black Women on Race and Sex in America [Cuándo y dónde entro yo: el impacto de las mujeres negras en la raza y el sexo en Estados Unidos]. New York: Bantam.
Gilligan, Carol. 1982. In a Different Voice [En una voz diferente]. Cambridge, MA: Harvard UP.
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Sibley, Frank. 1959. «Aesthetic Concepts.» [“Conceptos estéticos”] Philosophical Review 67: 421-50.
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Notas
[1] Por supuesto, hasta hace poco las mujeres habían sido excluidas de todas las actividades intelectuales, profesionales y físicas, excepto algunas. Mi punto es que el carácter específico de la estética y los temas que trata parecen estar más cerca de las ocupaciones femeninas permitidas que, por ejemplo, las matemáticas, la ingeniería o la carrera militar. En un ensayo de Le Doeuff, “Women and Philosophy” [«Mujeres y filosofía»] (1987), se puede encontrar una excelente discusión sobre la forma peculiar que toma la ausencia de las mujeres, incluso de actividades para las que están bien calificadas.
[2] Los historiadores del arte no están de acuerdo sobre el comienzo de su tema. Lo estoy vinculando con el escrito de Johann Joachim Winckelmann, quien ha sido llamado «el padre de la historia del arte moderno». Según Carrier, a diferencia del antecesor de Winckelmann, Giorgio Vasari, autor de un libro sobre quién es quién en las artes del siglo XVI, Winckelmann «ofrece un análisis sistemático de obras individuales y una historia detallada del surgimiento, desarrollo y declive del arte antiguo» (1991, 122; ver también Belting 1987).
[3] En su exploración del concepto histórico de genio, Battersby (1990) retrata la transformación de un espíritu tutelar inicialmente femenino en un espíritu heroico masculino, emocionalmente fulgurante, que se asocia con lo sublime en la Ilustración.
[4] Se podría argumentar que la tercera crítica de Kant y el diluvio de sus seguidores resuelven este problema. No lo hacen en realidad, aunque Schiller se acerca. Fracasan porque su estrategia es trascender tanto el sentido como la razón, mientras que la estética tampoco se eleva por encima.
[5] Con excepción de Suzanne Langer, muy pocas mujeres aparecen en las antologías estándar de estética hasta el momento presente. En las últimas dos décadas, a medida que se ha puesto de moda la edición de volúmenes de ensayos de revistas actuales, las mujeres comienzan a aparecer en colecciones que incluyen la teoría estética contemporánea, especialmente feminista.
[6] Especifico más que nada porque hay feministas liberales que descartan el género como una base fundamental de distinción; estas feministas sostienen que la humanidad es una categoría singular cuyas subdivisiones son contingentes. También hay feministas posmodernas que consideran el género como un artificio construido socialmente diseñado en interés de la dominación política. Además, hay no feministas que creen que el género es fundamental, pero no es intrínsecamente una base de injusta discriminación (véase Illich, 1982).
[7] Kant mismo no era tan rígido acerca del paradigma como sus sucesores formalistas. Estamos en deuda con Kant por la distinción entre esa belleza del diseño que depende solo de la forma y esa belleza adventicia cuyo encanto satisface los sentidos (1790, 2.14). Kant también distingue entre la belleza libre, que no presupone ningún concepto, y la belleza adherente (o dependiente), que implica un concepto y, por lo tanto, una adecuación de la representación a un objeto. Su ejemplo de lo primero es una flor, un «cuerpo de naturaleza libre»; del último, un hombre, un caballo o un edificio, todo lo cual presupone un concepto del fin que define la cosa (3.16). Así, para Kant, las obras de arte ni siquiera son objetos estéticos paradigmáticos.
[8] Santayana sostiene que la estética es, en su mayor parte, positiva. Cuando lo feo se vuelve vitalmente repulsivo, «su presencia se convierte en un verdadero mal hacia el cual asumimos una actitud práctica y moral» ([1896] 1955, 17). Este tema se refiere a la discusión sobre la pornografía, cuya defensa a menudo enfrenta méritos estéticos contra el desvalor social o, alternativamente, la fealdad estética contra una función socialmente redentora.
[9] Según Platón, estas personas son filósofos y preferirían pasar su tiempo con objetos reales en lugar de imitaciones, pero están mejor equipados que nadie para reconocer el mérito de una imitación.
[10] Las preguntas sobre la existencia y el discernimiento de cualidades estéticas únicas y/o su relación con las propiedades ordinarias de las cosas fueron examinadas en los años cincuenta y sesenta por filósofos analíticos, especialmente Sibley (véase 1959, 1965). Una pequeña bibliografía fue generada brevemente por ese trabajo y el interés en él ha sido reavivado recientemente por la muerte de Sibley.
[11] Para una discusión esclarecedora de este pasaje, ver Herzog (1996).
[12] Una sección completa sobre género y teoría estética del siglo XVIII se incluye en Feminism and Tradition in Aesthetics [Feminismo y tradición en estética] (Brand y Korsmeyer 1995; ver en especial los ensayos de Mattick y Gould).
[13] Se han presentado cargos de abuso infantil contra fotógrafas/os infantiles tan notables como Sally Mann y, recientemente en Boston, contra una joven estudiante de arte cuyas imágenes de su hijo de cuatro años orinando fueron incautadas por la policía, la cual fue llamada por un técnico de laboratorio fotográfico.
[14] Siguiendo este razonamiento, se podría concluir, como se sugirió anteriormente, que las mujeres están particularmente bien calificadas para los actos singulares de aprehensión y apreciación que conlleva el disfrute crítico (si no, también, de la creación) de las obras de arte. Sin embargo, las mujeres críticas y conocedoras parecen no ser más abundantes que las esteticistas o artistas. Quizás haya algo más que «aptitudes» y «disposiciones» en cuestión.
[15] Me dijeron que el propio Eakins fue castigado por la Academia de Bellas Artes de Filadelfia por permitir a las estudiantes entrar a su clase de dibujo de desnudo.
[16] La respuesta obvia a esta pregunta es que hacer lo contrario es «bajar» los estándares; sin embargo, no es evidente que una desviación de estándares estrictos sea una «reducción». Una regresión infinita puede aparecer en el horizonte, pero esa no es razón suficiente para ignorar las alternativas.
[17] Las mujeres de hoy ya no están excluidas de la oportunidad de estudiar arte, pero no reciben el mismo reconocimiento como artistas y tienen dificultades para exhibir o vender su trabajo. Las mujeres están significativamente subrepresentadas en galerías y museos, situación que ha provocado una protesta política imaginativa por parte de las “Guerrilla Girls” y por otros medios más convencionales.
[18] Probablemente el ejemplo más famoso de este tipo de revalorización fue llevado a cabo por Carol Gilligan, cuyo estudio sobre el juicio ético de las niñas, In a Different Voice [En una voz diferente] (1982), se convirtió en un patrón para la discriminación de género no injusta.
[19] Estoy agradecida con una crítica no muy anónima (gracias, CK [NT: Carolyn Korsmeyer]) por las sugerencias para mejorar este ensayo. He tratado de seguir sus excelentes consejos.
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