Hilde Hein: «El papel de la estética feminista en el feminismo» (1990)

 

Referencia:

HEIN, Hilde ([1990] 2020), «El papel de la estética feminista en el feminismo (1990)», trad. Gabriela Huerta-Tamayo, en Hilde Hein, Estética y feminismo. 2 artículos, Ciudad de México: Ediciones Corte y Confección, julio de 2020. Consultado en https://sentipensaresfem.wordpress.com/2020/08/02/hhpef/.  PDF: https://sentipensaresfem.files.wordpress.com/2020/08/hilde-hein-estetica-y-feminismo-2-articulos.pdf EPUB: https://archive.org/download/hhef2a/Hilde_Hein-Estetica_y_feminismo_2_articulos.epub
(Fuente en inglés: «The Role of Feminist Aesthetics in Feminist Theory», en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 48, No. 4, Feminism and Traditional Aesthetics (Autumn, 1990), pp. 281-291, http://www.jstor.org/stable/431566)


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Sumario

El papel de la estética feminista en el feminismo (1990)

Feminismo como teoría
La relación entre la estética feminista, el arte feminista y la teoría feminista
Algunos modelos estéticos para la teoría feminista
Reconstrucciones feministas de visión y creación
Conclusión
Notas

 


 

EL PAPEL DE LA ESTÉTICA FEMINISTA EN EL FEMINISMO (1990)

Por Hilde Hein

Trad. Gabriela Huerta Tamayo (2020)

 

Feminismo como teoría

Los «ismos» pueden ser engañosos. Tendemos a pensar en ellos como promocionales, llevando adelante una causa, o por lo menos, colocando en primer plano el tema al que está unido el sufijo. Así, el nacionalismo y el individualismo, respectivamente, atribuyen un estatus especial a naciones o individuos. Quienes se oponen a esta especial designación usan el «ismo» de manera derogatoria y sugieren que cualquiera que promueva la causa nombrada lo hace con una subordinación ideológica sin sentido. El racismo es, pues, una forma de defensa, que denota una actitud, ya sea de depreciación (inferioridad racial) o de orgullo (supremacía racial), aplicada a las personas solo con base en su raza. Quienes repudian el racismo condenan todos los juicios sobre las masas hechos de acuerdo con ese estereotipo. Ya sea negativa o positiva, la identificación terminal —el «ismo»— otorga importancia a una categoría que nunca pudo haber existido como un concepto previo al apéndice verbal de su «ismo». «Feminismo» es una palabra que expresa tal innovación semántica.

El feminismo crea nuevas formas de pensar, nuevos significados y nuevas categorías de reflexión crítica; no es una mera extensión de viejos conceptos a nuevos dominios. Es obvio que había mujeres antes de que hubiera feminismo, así como individuos que las amaban y las odiaban singular y colectivamente. Sin embargo, no consideramos las posturas mujeriles o misóginas como feministas porque amen u odien a las mujeres. El término «feminismo» no se refiere a las mujeres como objetos de amor o de odio, ni siquiera de (in-)justicia social, sino que se fija en la perspectiva que las mujeres traen a la experiencia como sujetas, una perspectiva cuya existencia ha sido ignorada hasta ahora. Este ligero pero novedoso giro en el punto de vista es la fuente de ideas y valores, nuevos en términos cualitativos, identificados con las mujeres y que pueden ser considerados ejemplares. La palabra «feminismo» tiene asociaciones favorables a las mujeres, sobre todo porque les otorga el estatus de sujeta, pero para los/as detractores/as del feminismo implica solo hostilidad hacia los hombres. «Feminismo» en el léxico de estos últimos significa favoritismo inmerecido y hecho a expensas de los hombres. Curiosamente, no hay ninguna palabra común para denotar la defensa inversa.[1] Usaré el término «masculinismo» en este sentido. Las feministas afirman que esta forma alterna de pensamiento existe y es de hecho el «modo por defecto» del pensamiento normal que no tiene nombre. Es tan penetrante que no lo reconocemos y somos inconscientes de su influencia en todos los aspectos de las acciones intelectuales y sociales.

El masculinismo no es una posición que se «asuma» o a la que alguien se pueda convertir como podría hacerlo hacia el feminismo. Alguien se convierte en feminista por declaración —no por nacimiento, casualidad o costumbre—. Adoptar una actitud feminista es tomar de manera manifiesta un punto de vista de género de oposiciones contingentes.[2] El feminismo como forma de pensar se convirtió en posibilidad solo porque el género ya había sido constituido socialmente como dual. Las estudiosas feministas en los Estados Unidos comenzaron a explorar con seriedad la construcción social del género en los años setenta, al principio con enojo, como si descubrieran a un compañero in flagranti, y luego con más frialdad, observándolo como un sistema de cultura y de conocimiento para ser deconstruido.[3] Las feministas aceptaron el género no como realidad metafísica o biológica, sino como categoría analítica, como la clase o la raza, una herramienta para comprender relaciones complejas.[4] Iniciada en el reputado polo desviado, el Otro, tal reflexión sobre el género presupone un polo primario del cual se diferencie de modo asimétrico, en tanto otro, y que no se defina. El polo primario requiere la presencia del Otro para convertirse en sí mismo, aunque reivindique la prioridad lógica y ontológica para el Otro. Depende de su posición en el polo marcado como negativo o con género. Nacido del Otro y a sabiendas de esto, su propio género es invisible, inexistente en términos conceptuales, excepto en relación con el polo cuya oposición y dependencia afirma.[5] La teoría feminista ha dejado claro que el pensamiento no feminista también es genérico y que estábamos equivocadas al creer que el término genérico «hombre» era un género neutro. El cambio en esa percepción y el ahora extendido esfuerzo por reemplazar el lenguaje «sexista» por palabras «inclusivas» son resultado de la deconstrucción feminista.

Una forma temprana que tomó el «descubrimiento» feminista del género fue la negación de un ser humano neutro o genérico (pues viene en dos cualidades predominantes).[6] Algunas feministas sostienen que, aunque la actual identidad de personas individuales puede ser borrosa, hay dos diferentes modos de ser irreductibles, masculino y femenino. Esta postura, desde luego, siempre había sido respaldada por ciertos hombres patriarcales, muchos de los cuales encontraban a las mujeres suficientemente extrañas e incomprensibles (excepto a sus esposas y madres) para justificar la caracterización de ellas como especie aberrante en términos biológicos. Algunas mujeres, por razones propias, estaban asimismo inclinadas a defender un dualismo esencial, y otras lo hacen ya sea por convicción feminista o no feminista.[7] Sin embargo, muchas feministas repudiaron el esencialismo como indemostrable y políticamente regresivo. La teoría feminista contemporánea que quiero discutir rechaza el esencialismo metafísico, pero no niega las diferencias situacionales que de forma radical separan las vidas de hombres y mujeres, y que guían hacia sus comportamientos con características diferentes.

Simone de Beauvoir, mientras permanece en el pliegue del humanismo, y sin dejar de ser la progenitora de la teoría feminista del género, ha dicho que «no se nace mujer, se llega a serlo» y luego ha mostrado cómo la mujer ha sido construida como el Otro del Hombre.[8] Las articuladoras significativas de esta teoría incluyen a otras feministas francesas (sobre todo, a Hélène Cixous, Luce Irigaray y Julia Kristeva), así como a feministas socialistas británicas, y a muchas filósofas americanas, historiadoras del arte, críticas literarias, historiadoras sociales, teóricas y filósofas de la ciencia. Sin embargo, llama la atención que una está presionada para pensar en heroínas imponentes. La mayoría de las ideas parecen trabajarse en colaboración y comunicación crítica con otras, y ciertos temas recurrentes emergen a la vez en muchos lados.[9] Es probable que las ideas críticas surjan tanto de la práctica política y social como de la teoría, y que a veces las mismas ideas surjan de ambas fuentes, aclarándose a medida que convergen.[10] La teoría feminista que está tomando forma mantiene con Beauvoir que el género es construido socialmente, pero niega su sobredeterminación universal. Más bien, el género debe ser visto como un sistema de relaciones humanas con profundo arraigo en todas las demás relaciones sociales. Esto significa que una no es una mujer y blanca, negra, lesbiana, heterosexual, musulmana, judía, rica, pobre, urbana, rural, etc. (como calificadores descriptivos), sino que el género está entrelazado de manera compleja e interdependiente con todas estas otras características de la propia identidad. El género debe ser pensado como adverbio y no como un sustrato constante. Las mujeres son múltiples en dos sentidos: no hay una sola explicación de la mujer como tal (no hay respuesta a la «cuestión de la mujer») y la subjetividad de las mujeres individuales es también múltiple, de posición variable y contingente.[11] Como resultado de esta pluralidad, si vamos a aplicar la teoría a todas las mujeres, la noción tradicional de la teoría como principio unificador debe dar lugar a algo más fluido y múltiple. Elizabeth Young-Bruehl propone que la teoría se convierta en «un proceso, una constelación de ideas reconfiguradas y que se reconfiguran dentro de una miríada de prácticas feministas.»[12]

La teoría feminista deriva su vitalidad de la práctica feminista y su credibilidad se prueba en la experiencia de las mujeres. Caracterizada por la falta incluso de especificidad procedimental, se le ha llamado un «reflexionar sobre la circunferencia de la experiencia».[13] Esta referencia experiencial vincula de manera fundamental la teoría feminista con la estética. Puesto que la estética es la transformación paradigmática de lo inmediato, múltiple y cualitativamente diverso, hasta la más monolítica de las teorías estéticas clásicas está obligada a aceptar términos de la multiplicidad y a dejarlos a veces irreconciliados.[14] Dada esta proximidad de la teoría feminista a la estética, ¿no deberíamos esperar de las feministas la articulación de la teoría estética feminista? La estética feminista bien podría ser el prólogo de la teoría feminista entendida en términos más amplios. Argumentaré que este es el caso y que, de hecho, la teoría feminista ahora está obstaculizada por la falta de una adecuada teoría estética. Las discusiones actuales sobre la estética feminista tienden a ser deconstructivistas y fragmentarias. Apenas hemos comenzado a considerar de forma positiva cuáles serían las características prominentes de la estética feminista, es decir, de una teoría estética que sea feminista. El problema se intensifica por su frecuente confusión con la búsqueda de una estética femenina, distinción que debe aclararse antes de continuar.

La relación entre la estética feminista, el arte feminista y la teoría feminista

El llamado a una estética feminista se basa en una noción de estética que ha sido agregada al azar dentro de la tradición histórica de las filosofías de la belleza, las artes y la experiencia sensorial. Ya esté confinada como disciplina después del siglo XVII, cuando su término fue acuñado, o que incluya la teoría del valor que la precede, la estética tiene un lugar en la matriz de la filosofía occidental consistente con su lógica, metafísica y epistemología fundamentales y con sus compromisos de valor. La estética feminista desafiaría a toda esta red, la refundiría y reconceptualizaría desde su propia perspectiva alternativa, de la misma manera que el enfoque feminista ha desestabilizado algunos de los fundamentos de la historiografía tradicional.[15] Esta empresa es independiente y por completo diferente de la cuestión de una estética femenina. Una estética se refiere a un estilo distintivo de producción. La cuestión de si hay o no una estética femenina —con elementos característicos de género, uso de imaginería (por ejemplo, imágenes con un «núcleo central») u otros dispositivos estilísticos específicos de género— ha preocupado a las historiadoras y críticas de arte, así como a las artistas.[16] Es una cuestión de controversia porque una respuesta afirmativa, en especial la que vincula la expresión femenina con formas aparentemente biomórficas o introyectivas, parece reforzar el dualismo esencialista.[17] La cuestión de la estética feminista no puede separarse por completo de la materia de una estética femenina, pero no es mi propósito aquí explorar esta relación o entrar en la controvertida cuestión de una estética femenina.[18] El tema que me preocupa es el lugar de la estética feminista en la articulación de la teoría feminista.

He sugerido que el feminismo está vinculado a la estética debido a su inherente pluralismo e inseparabilidad de la experiencia. La teoría feminista no puede surgir de novo o de una definición abstracta. No puede tener la pureza axiomática a la que aspira gran parte de la teorización clásica. Puesto que el feminismo presupone el reconocimiento del género como socialmente constituido, la teoría que articula debe ser contextualizada aun cuando se esfuerza por superar el contexto real que lo produce. Por necesidad situado en un contexto, el feminismo como doctrina es con frecuencia desafiado como antiteórico y polémico, pero esto excusa la cuestión que las feministas quieren interrumpir —la presunción de que la teoría debe ser singular, totalizadora y comprehensiva—. El feminismo renuncia a esta visión monolítica de la teoría junto con las raíces falocráticas de las que brota. Al adherirse a la visión de que la experiencia está saturada de teoría, las feministas son llevadas a la posición de que la teoría, de igual modo, debe estar saturada de experiencia.

Un/a antifeminista podría estar de acuerdo con las feministas en que la identidad de las mujeres y, por lo tanto, su experiencia, están determinadas por situaciones, y podría declarar que las mujeres derivan de forma adecuada su ser a través de la luz reflejada, y toman cualquier color que les imponga su particular afiliación al mundo real junto con la visión teórica imperante de la naturaleza humana (es decir, masculina). Definidas por la negación o en oposición a la norma masculina, las mujeres son entonces un misterio, pura potencialidad, su ser y deseo inexpresables en términos patriarcales —y por lo tanto aún más desesperanzados—. Esa misma identidad no tematizada que surge como el espacio que el macho deja tras él al entrar en el orden simbólico es precisamente la ausencia que define a la hembra. Jacques Derrida y algunos de sus seguidores se han apropiado de y romantizado esa identidad negativa como «lo femenino», haciendo de ella una condición a la cual los hombres también podrían aspirar.

Para las feministas, sin embargo, la negatividad femenina dejada en la estela de la presencia masculina no es una ausencia, sino una posible —»lo que queda de ella es impensable, impensado»—. Lo que queda para las mujeres no es el vacío, sino «el espacio que puede servir de trampolín para el pensamiento subversivo».[19] La experiencia percibida para llenar ese espacio desde la perspectiva de una mujer difiere necesariamente del pálido reflejo anverso de la experiencia «significativa» que los hombres atribuyen a las mujeres.[20] Por lo tanto, las mujeres son con frecuencia irreverentes hacia las reglas establecidas por el razonamiento falocrático, y descartan su exclusión intencionada como un subproducto de un autoconfinamiento masculino que deja a las mujeres libres para escribirse a sí mismas fuera del mundo que los hombres han construido o en cualquier otro. No sorprende que el discurso expresivo sobre este mundo, aunque emplee el vocabulario familiar adquirido en el mundo centrado en el hombre, solo se refiera de forma oblicua a tal mundo y se esfuerce por articular lo que no se dice.

Esta observación se refiere al hecho de que el arte feminista con frecuencia (pero no siempre) concierne a y representa la opresión femenina. Los/as críticos/as del feminismo y del arte feminista objetan que tales representaciones abiertamente políticas no tienen lugar en el arte. Sin embargo, no aciertan a comprender que el cargo implícito en el arte feminista de que el arte «convencional» es asimismo político, y que la política está en ese modo «neutral» o masculinista que parece invisible. Las artistas feministas se enfrentan al dilema de que, por haber sido aculturadas en un mundo artístico dominado por hombres, han embebido sus tradiciones y valores junto con sus habilidades artísticas y sensibilidades estéticas: al rebelarse contra esos valores como mujeres, se enfrentan a sí mismas como artistas cuyas herramientas expresivas siguen siendo las del orden prevaleciente. Cuando se esfuerzan por expresar sus propias percepciones y experiencia, no pueden escapar del efecto de mitigarlas con esas herramientas e incluso con su propio juicio crítico. De hecho, esas herramientas no han excluido en el pasado la representación de las mujeres. ¡Lejos de ello! Junto con la exploración amable y cariñosa de las mujeres en detalle íntimo, se las ha utilizado para representar considerable violencia y abuso hacia las mujeres. La gran tradición está llena de violaciones, secuestros, mutilaciones y degradación odiosa de las mujeres. Pero estas no han sido auténticas desde la perspectiva de una mujer. En general, se han visto a través del ojo lascivo, sentimental o punitivo de algún hombre. Las artistas feministas se enfrentan al reto de rehacer estas mismas experiencias como las experimentan las mujeres, para revelar algún aspecto de ellas que haya sido ignorado. Al hacerlo, exponen tanto la política como el sesgo de género del arte tradicional y el riesgo del rechazo a su propio trabajo sobre la base de que no es arte dentro de esa definición tradicional. Lo distintivo del arte feminista, entonces, no es que sea «sobre» las mujeres, sino que lo es de una manera nueva, aunque se usen los mismos instrumentos que antes.

Algunas artistas buscan perfeccionar nuevas herramientas capaces de formar nuevas estructuras, pero también aquí se enfrentan al reto de una comunidad conservadora. Pueden recurrir a nuevos materiales, como las fibras (u otros objetos asociados a lo femenino como botones, muñecas y aun toallas sanitarias) o a nuevos temas, como la sexualidad de las mujeres. Con frecuencia buscan un nuevo lugar para presentar su arte. Esto no puede ser por entero una cuestión de elección, sino una reacción a los rechazos y negativas por parte de galeristas para mostrar un trabajo que no está dentro del canon prescrito. En su búsqueda de nuevos métodos y medios de comunicación, incluso donde se acepta a regañadientes, las artistas feministas, sin embargo, desafían la tradición del mainstream. En este sentido, el arte feminista difumina las distinciones entre el arte y la crítica, entre el arte y la política, y entre la teoría y la práctica. La producción de este arte es a la vez una declaración teórica y un acto de confrontación, de forma literal es una intervención en el sistema de género producido socialmente. Llama la atención hacia ese sistema, lo muestra en detalle y lo hace inteligible. El arte feminista es, pues, un medio para elevar la conciencia. Cuando es efectivo, alcanza de manera estética (es decir, con la inmediatez de lo sentido) la comprensión que otras teóricas feministas se esfuerzan por transmitir indirectamente y al analizar en términos abstractos. «El arte no solo hace explícita la ideología, sino que puede utilizarla, en una coyuntura histórica particular, para retrabajarla».[21] Al mismo tiempo, el arte feminista es crítico cuando reflexiona sobre la tradición artística que es su punto de origen y que socava. En esto, el arte feminista no es diferente de otros ejemplos del arte moderno, que se alimentan de su historia, que se retoman entre sí, modificándose, transformándose e invirtiéndose para crear un nuevo concepto. Sin embargo, las inversiones feministas son distinguibles por su ideología. No se producen solo para ser innovadoras o para la ocasión de un efecto. Son más radicales en la intención y por lo tanto sorprenden incluso a las que aspiran a innovar. A veces estas declaraciones feministas parecen violar el buen gusto básico, un gusto en el que las feministas no tenían lugar por definición.

He argumentado que el arte feminista se fusiona y, por lo común, se expresa con una estética feminista. Sostengo, además, que el feminismo por su naturaleza depende de una estética de la experiencia porque la teoría feminista debe volver a experimentar para formularse. No hay ningún otro lugar adonde ir, ya que la teoría en su molde masculinista es sospechosa. Pero la experiencia es contingente y el lenguaje de la teoría, como hemos visto, es inadecuado para dar expresión a la perspectiva de las mujeres. Si la experiencia ha de ser algo más que la inscripción de lo dado y fugaz en un momento, debe estar estéticamente encarnada, es decir, debe dar forma mediante imaginería y simbolismo. Así es como somos llevadas de la experiencia a la reflexión. Sin embargo, la reflexión que evoca una crítica feminista no es universalizadora. No huye de la experiencia, sino que permanece cerca de su fuente y de las «musas en sus bordes».

Algunos modelos estéticos para la teoría feminista

El feminismo no es nada si no es complejo. Myra Jehlen habla de la «fructífera complicación» de la teoría feminista y da la bienvenida a la contradicción no por su irracionalidad, sino para aprovechar su energía.[22] Sandra Harding recomienda que abandonemos la fe de que la teoría coherente es deseable y en lugar de ello declaremos nuestra fidelidad a los «parámetros de la disonancia dentro y entre las asunciones de los discursos patriarcales», una ruta que permitirá la contribución creativa de una conciencia que «se valora alienada, bifurcada y opuesta», y cuya incomodidad psíquica, intelectual y política debemos apreciar. El resultado de una conciencia tan convoluta no es una teoría simplificadora enmarcada desde las alturas superarquímedeas que reducen el mundo de esto a todo en unas pocas abstracciones. Lo que la academia feminista debe rescatar de la experiencia de las mujeres y los textos de las mujeres no son «cuestiones para resolver», sino «mejores problemas que aquellos con los que empezamos». Al expandir las preguntas en lugar de reducir las respuestas, cultivando en lugar de suprimir la inestabilidad, podemos encontrar nuevas formas de teorización que dependan menos de la represión política.[23]

Para explorar la riqueza de la experiencia de las mujeres es necesario resistir la tentación de «las categorías que preserven privilegios». Elizabeth Spelman señala que las mujeres blancas de clase media, que han hecho muchos de los debates que se preservan oficialmente, han tenido poco que decir sobre la variedad de la experiencia de las mujeres solo porque son ignorantes de ella. «No hay atajos a través de la vida de las mujeres», dice Spelman, y si vamos a teorizar sobre las mujeres, debemos conocerlas en toda su particularidad.[24] Por lo que el asombroso florecimiento de la literatura por y sobre las mujeres en todo el mundo y la explosión de la producción de mujeres de arte visual, dramático, musical y de otras formas no son solo esclarecedores sino vitales para teorizar. Solo a través de estas obras podemos llegar a conocernos a nosotras mismas y unas a otras.

No faltan las obras de arte para servir como datos, y no nos limitamos a aquellas que se autoidentifican como feministas. Las críticas y teóricas feministas suelen volver a las obras clásicas de arte, tanto de hombres como de mujeres, y a obras que han sido descartadas y descuidadas para encontrar en ellas ideas que generen nuevas interpretaciones.[25] Siguen el camino delineado por Harding para las filósofas de la ciencia: buscar comprender probando los intersticios y las relaciones entre las situaciones, hacer las preguntas que no se hacen y preguntarse por qué no se hacían. Esto no es solo un «trabajo abrumador» por parte de las feministas. Están luchando para engendrar una nueva teoría que no será simplemente una sucesora dibujada en el mismo molde que las teorías masculinistas que reemplaza. La teoría feminista no será un complemento para llenar huecos en la panoplia teórica; tampoco será el golpe de gracia que supere a cualquier otra teoría en una larga línea de aproximaciones a la verdad. La teoría feminista es un nuevo enfoque de la teoría.

Las feministas han encontrado que teorizar es también una gratificante experiencia estética. No siendo las primeras en descubrirlo, las feministas, no obstante, pronuncian su placer de manera diferente a la de los hombres que trabajan la estética, para quienes el placer de teorizar, como la mayoría de las cosas, es una forma de «jouissance» [«goce»], un entretenimiento autónomo. Pierre Bourdieu, por ejemplo, aplaude el examen de Derrida de la Crítica del juicio de Kant, como una lectura «ensartada» en la que el tratado se aborda como una obra de arte a la que se acerca con desinterés, por placer puro irreductible a buscar un provecho de la distinción. Al dramatizar o hacer un espectáculo del «acto» de la afirmación de la filosofía, dice Bourdieu, la Crítica llama la atención sobre sí misma como gesto filosófico. Tanto el trabajo en sí como la crítica al metaanálisis de este son burbujas en el espacio, ilustraciones puramente lúdicas del propio análisis de Kant, entidades intencionales sin propósito. Bourdieu continúa adelante para reconocer que «hasta en su forma más pura, cuando parece más libre de interés ‘mundano’, este juego es siempre un juego de la ‘sociedad’ basado en una ‘francmasonería de costumbres y una herencia de tradiciones’.» En otras palabras, hay reglas, y están destinadas a ser exclusivas. El placer de filosofar no es para todos.[26]

Las feministas encuentran un placer por completo diferente en la teorización, y radica precisamente en las posibilidades que abre, más que en las que sella. En absoluto desinteresadas, las teóricas feministas no se divorcian del objeto de su discurso y se comprometen a sacarlo para que sus voces puedan ser escuchadas. Puesto que tratan la inestabilidad como un hecho de la vida y no como un obstáculo para superar, las feministas no tienen el mismo compromiso que los teóricos/as masculinistas con el voluntarismo, o con la voluntad representada como moldeando su entorno. Así, las características mismas que explican el placer distintivo del género de la teorización revelan la necesidad de una teoría feminista del placer y con ella una estética feminista.

Una estética feminista no se asemejaría al acostumbrado complejo de la teoría griega de las artes, combinada con la teoría del gusto del siglo XVIII que constituye la columna vertebral de la estética académica de hoy. La teoría feminista mira el dualismo defendido por las teorías clásicas como reificación dogmática y no considera que la autoridad unipolar de una realidad fantaseada sobre otra sea un tema que merezca un análisis extenso. Correlativamente, la teoría feminista no toma en serio la afirmación de que manipular un medio sea un medio de autoafirmación o demostración de poder. (Tal vez esto es así porque las mujeres tienen un sentido de las fronteras del ego mal desarrollado, o tal vez porque la transformación de la materia en forma es el asunto normal de la maternidad y la limpieza). Si se les pregunta, las feministas no dudarán en tomar posición sobre estos temas. En conjunto, sin embargo, ni las feministas de la estética ni las feministas más en general han estado preocupadas por la subversión de tales afirmaciones. Simplemente no les parecen interesantes.

Al tratar de definir el área de la estética feminista, no hemos encontrado ni un cuerpo de verdades ni un dogma central, sino un instrumento para replantear las preguntas. Algunas cuestiones clásicas son ignoradas o descartadas en ese proceso, no porque los problemas hayan sido resueltos o porque las teóricas feministas ignoren la historia de los intentos por resolverlos, sino porque no son problemas dentro de un marco feminista. La lista de los problemas abandonados incluye la caracterización del «desinterés» estético, la distinción entre diversas formas de arte, así como las diferencias entre el arte y el arte, el arte alto y popular, las artes útiles y decorativas, lo sublime y lo bello, la originalidad y muchos rompecabezas que tienen que ver con la naturaleza cognitiva versus la afectiva de la experiencia estética.

Hasta ahora la teoría estética feminista ha dedicado una atención desproporcionada a la deconstrucción y a la crítica de la práctica falocrática. La teoría es invocada de manera parcial, fragmentada, y solo cuando el contexto de la experiencia o el discurso estético lo permite. No hay una sola ni totalizante teoría feminista estética y no se busca ninguna. Sin embargo, creo que, rudimentaria como es, la teoría estética feminista sirve tanto como modelo y punto de partida para la teoría feminista entendida de forma más amplia. Claramente dirigida a las obras de arte y a los fenómenos que son sus datos, no hay duda de que la teoría estética feminista está basada en la experiencia. Y abierta a los nuevos datos que sin cesar se proponen, la teoría estética feminista no tiene otra alternativa que ser una «reflexión sobre la circunferencia». Con la ayuda de una estética feminista somos capaces de apreciar las cosas viejas de nuevas maneras y asimilar cosas nuevas que serían excluidas por la teoría estética tradicional. Solo porque hace el mundo más fascinante bastaría como razón suficiente para encontrar meritoria la teoría estética feminista. Creo, sin embargo, que la teoría estética feminista también promete arrojar consecuencias positivas y prácticas en dimensiones no estéticas porque ilumina y corrige ciertas imágenes que han ejercido una poderosa influencia en nuestra comprensión convencional del mundo. Concluiré con dos ejemplos que ilustran cómo la teoría estética feminista puede afectar el pensamiento ordinario sobre asuntos no estéticos.

Reconstrucciones feministas de visión y creación

En su ensayo «Placer visual y cine narrativo», Laura Mulvey hace muy claro su propio objetivo teórico. El punto de la teoría no es entender el mundo, sino cambiarlo:

“La satisfacción y el reforzamiento del ego que hasta ahora representan el punto culminante de la historia del cine deben ser arremetidos. No en favor de un nuevo placer reconstruido, que no puede existir en abstracto, ni del displacer intelectualizado, sino para dar paso a una negación total de la facilidad y plenitud del cine narrativo de ficción. La alternativa es el estremecimiento que proviene de dejar atrás el pasado sin rechazarlo, al trascender las formas gastadas u opresivas, o al atreverse a romper las expectativas placenteras normales para concebir un nuevo lenguaje del deseo.”[27]

Posiblemente con la ayuda excesiva de la teoría psicoanalítica, Mulvey examina la «magia» de las películas del mainstream hollywoodense y expone la explotación de las mujeres que satisfacen la escopofilia masculina inconsciente. El ojo de la cámara, el ojo del actor-protagonista y el ojo de la audiencia: todos son hombres, y es con el placer erótico de ese ojo que cualquier espectador de cine, con independencia de su género, debe identificarse. En el mundo que la película crea, la imagen de la mujer es como materia prima (pasiva) para la mirada (activa) de los hombres, y las convenciones voyeuristas del cine determinan las condiciones de su placer.[28] Mulvey piensa su deconstrucción de esta práctica como un asalto político, y señala que los/as cineastas radicales, en especial las mujeres, ya están desarrollando un nuevo lenguaje cinematográfico. Pero las implicaciones del ataque de Mulvey van más allá de la crítica del cine a una reflexión sobre el concepto de la teoría en general.[29] Para la teoría, como para el cine, es especular.

Desde la glorificación de Platón del «ojo de la mente», la visión ha sido considerada como el más noble y el más teórico de los sentidos y, en efecto, como propedéutica hacia la forma más elevada de «ver», que no es física. Debido a que la visión está mediada por la luz y por lo tanto no tiene la intimidad directa del tacto, el gusto o el olor, es menos primitiva que estos y más filosófica. Legitimada de esta manera por la distancia, la visión es privilegiada en términos epistemológicos. Legalmente está permitida donde otras formas de percepción no lo están, aunque pueda ser perjudicial para el objeto visto. (Usted puede mirar, ¡pero no tocar!)[30] En especial, donde las escenas a distancia y la oblicuidad se acentúan (como en un examen médico), no hay prácticamente ninguna restricción a la intrusividad. En el área de la estética, Stanley Cavell problematiza la alienación del espectador ausente, pero al mismo tiempo lo complace con el triunfo voyeurista final:

“¿Cómo las películas reproducen mágicamente el mundo? No presentándonos el mundo de modo literal, sino permitiéndonos verlo sin ser visto. Esto no es un deseo de poder sobre la creación (como lo fue el de Pigmalión), sino un deseo de no necesitar poder, de no tener que soportar sus cargas.”[31]

El teorizador, asimismo, se sienta cómodamente, anónimo e invisible, y hace chapuzas con su máquina.

Mulvey expone esta glorificación de la visión y señala el daño que le causa a las mujeres. De mayor interés teórico es su observación de que la presunción de verdad asumida por la imagen a distancia es un non sequitur. No conocemos mejor a un/a sujeto/a como resultado de la mediación; y no hay razón para creer que la distancia (más allá de la proximidad), ya sea física o psíquica, conduzca a una mayor objetividad o a una mejor comprensión. ¿Por qué suponer que un observador lejano sería menos tendencioso que uno cercano? La mitología permanece, y Mulvey analiza esta persistencia en términos de teoría psicoanalítica (ansiedad de castración masculina). Cualquiera que sea su origen, es sin duda reforzada por una historia social sexualizada, transustancializada en el arte y la cultura. De manera invariable, un espectador (masculinizado) es glorificado a expensas de una mirada (feminizada). En la ciencia como en el arte, el premio es la posesión, y se otorga al intervencionista extrañamente inactivo que ocasiona el atrapamiento del objeto siempre tentador, pero elusivo. Este, a su vez, se las arregla de alguna forma para autoexponerse y a la vez ser pasivo.

Utilizando la crítica de un género estético como su punto de entrada, Mulvey pone en evidencia de forma oblicua toda una estructura epistemológica. De ninguna manera está sola en su ataque al dualismo sujeto/objeto o al modelo de conquista del conocimiento, ella, sin embargo, lo expresa de modo que enfatiza las consecuencias concretas de estas aparentes abstracciones.[32] Hace que el objeto generizado sea intuitivamente accesible, para que sea visto tanto como objeto y como género.[33] Su contribución a la teoría estética es así también una contribución a la teoría feminista.

Un segundo ejemplo de un acto estético de protesta feminista arroja luz sobre otra prominente percepción errónea. Susan Stanford Friedman ha examinado el uso de la «metáfora del parto» para juntar la creatividad artística y la procreatividad humana; y revela algunas distorsiones enormes.[34] Deconstruye el modelo de creatividad que la metáfora del parto representa tanto para intérpretes masculinos como femeninos, y destaca el hecho de que diferentes conceptos de creatividad se codifican en la metáfora dependiendo del género tanto de las/os lectoras/es como de las/os escritores/as de un texto. Friedman descubre en la literatura una inscripción sostenida y «subversiva» de la (pro)creatividad femenina que ha existido durante siglos. Sin embargo, las representaciones dominantes tanto del parto como de la creatividad no han sido hechas por las mujeres, sino por los hombres. Irónicamente, el lenguaje de la procreación, utilizado de modo común para describir la actividad del artista, se ha utilizado de una manera que excluye a las mujeres de esa actividad. Inseminación, fecundación, concepción, gestación, incubación, embarazo, parto: todas las partes del proceso del nacimiento son invocadas para denotar una actividad que también se teologiza como el paradigmático acto de la voluntad masculina, la imposición de la forma sobre la materia incipiente. Sin embargo, las mujeres, cuya experiencia proporciona la fuente de toda esta especulación lingüística, se han considerado históricamente impropias para el acto creador.[35] El parto real de bebés se ha degradado en términos conceptuales a una forma de secreción natural, mientras que la deliberada producción del arte ha sido reservada para el macho. Friedman señala la contradicción entre vehículo (procreación) y el tono (creación) de la metáfora, que lleva a caracterizar la creación artística como un acto arquetípicamente paradójico y por lo tanto heroico. Los hombres crean al superar lo imposible, lo que las mujeres por naturaleza son aptas para hacer. Así, las mujeres, diseñadas para seguir el curso natural, están excluidas de las acrobacias de la trascendencia. Confinadas a la procreación, no pueden crear. Pero vista a través de los ojos de las mujeres, la procreación tiene una cualidad por completo diferente, que no se plantea en oposición a la creatividad.

Las/os bebés nunca se reducen a libros, ni los libros a bebés. Las mujeres no pierden de vista la falsedad literal de la metáfora, pero superan la incongruencia de sus términos, cuando producen una serie de complejas fusiones e integraciones que afectan de manera diferente el modo como las mujeres entienden su propia creatividad. Una aplicación sugerida de la experiencia de la maternidad, que se extiende no solo a la creación del arte, sino al compromiso social y en específico al mantenimiento de la paz, viene de Sarah Ruddick.[36] Ruddick toma prestada una noción de Iris Murdoch (The Sovereignty of Good [La soberanía del bien]), que a su vez ha tomado de Simone Weil, y que aboga por una particular «atención» tanto amorosa y cuidadosa, como aguda. En efecto, las obras de arte no son más «paridas» que las/os bebés. Tampoco se lanzan al espacio y son desapropiadas. La autora no es liberada con el dolor del nacimiento (un «plop» y luego se acabó), sino que se ve afectada de forma contundente por el destino de su descendencia y está conectada con esta, aunque no permanezca bajo su control. Friedman habla de una «metáfora femenina» que expresa una «reunión desafiante de lo que la cultura patriarcal ha mantenido mutuamente excluyente —este amor maternal incansable, este hábito de la creación—».

A diferencia de Mulvey, Friedman no está interesada en las exploraciones psicoanalíticas sobre las razones de los hombres para apropiarse de la metáfora del parto. Su propósito declarado es mostrar cómo el género «informa y complica la lectura y la escritura de textos», y toma la metáfora del parto como creatividad. Encuentra que el uso masculino de la metáfora intensifica «la diferencia y la colisión», mientras que las mujeres tienden a «mejorar la similitud y la colusión».[37] Estoy llevando su análisis un paso más allá para observar que las representaciones masculinas de la creatividad y procreatividad han sido normativas. Así como la deconstrucción feminista de la visión por Mulvey tomó una forma estética como una porción en un tema teórico más grande (en efecto, un asalto a la teoría tradicional), así sucede con el examen de Friedman de la metáfora del nacimiento que descubre algunas insuficiencias fundamentales de la metafísica «mainstream«. En esencia, revela una comprensión primitiva de la creación como un acto voluntario e incoherente, con frecuencia un acto de violencia —el autor deja caer su carga y se mueve con irresponsabilidad hacia un nuevo territorio—.[38] ¿No es de extrañar que nos enfrentemos a monumentales problemas éticos y sociales de contaminación, superpoblación y destrucción del medio ambiente?

Estos dos casos ilustran cómo el análisis estético es una herramienta para la teoría feminista. Al concentrarse en la deconstrucción de un detalle engañosamente menor, tal crítica sirve como entrada en una maraña de presunciones filosóficas no examinadas. Mientras capa tras capa de errores e incongruencias se limpian de su cobertura de familiaridad, estamos obligadas —por fascinación y necesidad— a pujar hacia un mayor entendimiento. Tal vez también hay un sentimiento de vergüenza que hemos mantenido durante tanto tiempo, permitiendo que nuestras vidas sean dictadas de una manera tan torpe y para fines tan indignos. Cualesquiera que sean las razones, ahora parece haber esperanza de recuperación.

Conclusión

La teoría feminista todavía está en su infancia, y la teoría estética feminista está empezando a encontrarse a sí misma. Estoy sugiriendo que la teoría estética proporciona una clave para el desarrollo de la teoría feminista debido a su adhesión intrínseca a lo inmediato y lo experiencial, por un lado, y a su dedicación a la comunión de la forma, por el otro. Esta combinación no garantiza el éxito, sino que nos permite proceder poco a poco, comprobando a lo largo del camino que ni el contenido ni el orden se sacrifiquen, y que permanecemos cerca de nuestra base en la experiencia, incluso a medida que replanteamos nuestras maneras de pensar sobre ella. Puesto que la teoría feminista abjura del formato totalizador de consumir todo, que es nuestra herencia patriarcal, debe idear nuevos modos de teorización que permitan una atención sostenida a las minucias de la diferencia sin pérdida de inteligibilidad. Si esto falta, recurrimos a anécdotas y trivialidades que rápidamente pierden interés tanto estético como intelectual.

Otra advertencia es que las feministas deben evitar el pluralismo insincero. El pronunciamiento de que si no somos infalibles no puede haber verdad no es un reconocimiento genuino de la diferencia, sino solo un sacrificio de igualdad a regañadientes. Las feministas deberían encontrar más fácil que los filósofos tradicionales vivir sin verdades generales o legitimación final, porque siempre hemos sido contingentes. Este no es el caso de hacer virtud de la necesidad, sino más bien un reconocimiento de que lo que se veía como una marca de desviación es de hecho la norma. No estamos en busca de un alma, ni de un líder, y la ausencia de ambos no sería ninguna tragedia. Las feministas deben definirse a sí mismas y a su propio mundo sin sucumbir a la presunción arrogante de que están eligiendo para todas, pero que están dispuestas a asumir la responsabilidad que están eligiendo para algunas. Es posible optar por el pluralismo sin abandonar la racionalidad ni el idealismo y ciertamente sin rendirse a la desesperación. Como espero haber demostrado, el placer de teorizar nos debe ahorrar eso. He sostenido que, desde su enfoque filosófico, la teoría feminista es innovadora de forma radical y que la estética está en su centro. De manera tradicional, la filosofía occidental coloca la estética en su periferia, donde recapitula las paradojas de la metafísica y la epistemología. Al invertir ese patrón, la teoría feminista descubre nuevas áreas para la exploración. Haciendo nuevas preguntas, forjando un nuevo lenguaje, encontrando nuevas contrapartes asimismo atraídas desde los márgenes, nos encontramos con nuevos rostros, y esto con seguridad es alentador.[39]

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Notas

 

[1] Iris Marion Young usa la palabra «masculinismo» o «masculinista» en su ensayo «Humanism, Gynocentrism and Feminist Politics» [«Humanismo, ginocentrismo y política feminista»], Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, edición especial de Women’s Studies International Quarterly 8 (1985): 173-183. La usa en correspondencia polar con el «ginocentrismo», una forma de feminismo que se centra en las diferencias de género en relación con los valores y el lenguaje, y que trae la crítica de lo distintivamente femenino respecto a los valores masculinos y al lenguaje dominantes en el mundo. Una palabra más comúnmente usada por las feministas francesas influidas por las reflexiones psicoanalíticas de Jacques Lacan y la filosofía de Jacques Derrida es «falocrática» o «falogocrática». Sin embargo, estos términos, en su etimología, se refieren más restrictivamente a la cuestión del poder y la dominación política. La palabra más ambigua «masculinista» es específica del género, y deja abierta la cuestión de la distribución de poder.

[2] De forma contraria a la creencia comúnmente sostenida, el feminismo no llega de manera más natural a las mujeres que a los hombres. A las mujeres se les ha socializado para experimentar el mundo de acuerdo con categorías determinadas por hombres. Sabiéndose mujeres, comprenden lo que eso significa en términos masculinos, a menos que tomen una explícita postura de oposición y declaren su derecho a la autodeterminación. Es por eso que el feminismo implica la forja de un nuevo vocabulario y un nuevo marco conceptual.

[3] Ver Micheline R. Malson, Jean F. O’Barr, Sarah Westphal-Wihl y Mary Wyer (eds.), Feminist Theory in Practice and Process [Teoría feminista en práctica y proceso] (University of Chicago Press, 1989).

[4] Algunas feministas creen en la realidad metafísica o biológica del género y en la absoluta claridad de los sexos. No voy a disputar el feminismo de esta posición. Sin embargo, puesto que puede ser mantenido igual y plausiblemente por no feministas y antifeministas, no es una posición distintiva del feminismo. Estoy argumentando que el feminismo implica la adopción deliberada de una perspectiva de lo femenino generizado como una postura crítica. Esto puede hacerse compatible tanto con el esencialismo como con la negación de este.

[5] Ya en la tabla pitagórica de opuestos, y tal vez incluso antes, la misma paradoja del conocimiento y de la ontología afirma que lo engendrado tiene prioridad epistémica sobre el principio engendrador. La oscuridad engendró la luz, pero solo se conoce en relación con ella. Lo mismo sucede con lo infinito y lo limitado, la hembra y el varón. Lo que nace se define en oposición y conoce al otro solo por negación.

[6] El feminismo humanista o liberal reivindica la unicidad general del ser humano. Tal vez la expresión más temprana del feminismo se remonta al menos a la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft, clásicamente defendida por John Stuart Mill en «La sujeción de las mujeres»; esta doctrina filosófica es sobre todo política de propósito. Declara que los obstáculos para la igualdad de las mujeres son externos a la naturaleza humana y llama a que se eliminen todos los impedimentos que interfieren con la plena realización de las mujeres como seres humanos. El feminismo liberal puede ser radical en sus soluciones. Sus partidarias han abogado por que se sustituya el parto natural por la fertilización y la gestación extrauterinas (véase Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex [La dialéctica del sexo]) y por varias formas de androginia (véase Carolyn G. Heilbrun, Towards the Promise of Androginia [Hacia la promesa de la androginia] (New York: Alfred A. Knopf, 1973)). Véase también Mary Vetterling-Braggin (ed.), «Femininity», «Masculinity», and «Androgyny» [«Feminidad», «masculinidad y «androginia»] (Totawa, NJ: Rowman y Littlefield, 1982). El feminismo liberal es esencialmente el del liberalismo que pone especial atención a la igualdad de las mujeres.

[7] Una destacada defensora del dualismo de género es Mary Daly, autora de Gyn/Ecology [Gin/Ecología] (Boston: Beacon Press, 1978). En su opinión, la mujer esencial está en un proceso transformador, que está llegando a ser -«chispeante» y «giratoria», y a espiritualizarse a sí misma-. Susan Griffin en Woman and Nature: The Roaring Inside Her [Mujer y naturaleza: el rugido dentro de ella] (Nueva York: Harper y Row, 1978) también afirma la esencia de las mujeres en contraposición a la cultura mal determinada.

[8] Con esta frase Beauvoir abre el libro II del Segundo sexo. Véase ‘Discusión’ en Young, «Humanism, Gynocentrism…» [«Humanismo, ginocentrismo…»], p. 174.

[9] La colaboración misma ha sido defendida como un modo característico de la interacción feminista, pero no está exenta de dificultades. Desde hace tiempo, las mujeres se han visto obligadas a reconocer entre ellas la presencia del tabú de la competencia. Este tema es explorado en un texto (irónicamente) coescrito y coeditado: Competition: A Feminist Taboo [Competición: un tabú feminista], Valerie Miner y Helen E. Longino (eds.) (Nueva York: The Feminist Press, 1987).

[10] Un ejemplo de esa convergencia sería la celebración actual de la idea de diferencia. A principios de la segunda ola del movimiento de mujeres norteamericanas (es decir, en la década de 1970), mujeres de la clase obrera y de color recordaron repetidamente a las mujeres blancas de clase media que no tenían derecho a definir la norma de la identidad femenina para representar la norma humana. Así reprendidas, las blancas comenzaron a escuchar a sus hermanas, con dificultad y no sin conflictos (véase bell hooks, Feminist Theory from Margin to Center [Teoría feminista del margen al centro] (Boston: South End Press, 1984)). El diálogo sí ocurrió y, con él, un cierto movimiento hacia la comprensión mutua y el respeto por la diversidad. Reflexiones similares tuvieron lugar en entornos políticos entre mujeres lesbianas y heterosexuales, entre mujeres jóvenes y mayores, entre intelectuales y otras. Al mismo tiempo, dentro de la academia, la teoría posmodernista ha glorificado la multiplicidad, la diversidad y la profusión. Cuando la diferencia había sido suprimida en interés de la unidad, ahora se ponía de moda encontrar la oportunidad en la diferencia. Queda por ver si se trata de una genuina convergencia que sea productiva, teórica o prácticamente; no obstante, se ha llevado hacia la ruptura de mitos culturales y jerarquías convencionales a fin de que ya sea posible experimentar el mundo de nuevas maneras.

[11] Si bien los hombres también están relacionados con el género en términos de contexto, su género es el paradigma y, por lo tanto, no es contingente como el de las mujeres. Relativamente hablando, su identidad es más uniforme.

[12] Elizabeth Young-Bruehl, «The Education of Women as Philosophers» [«La educación de las mujeres como filósofas»], en Feminist Theory in Practice and Process [Teoría feminista en práctica y proceso], pp. 35-49.

[13] Jeffner Allen e Iris Marion Young (eds.), The Thinking Muse [La musa pensante] (Indiana University Press, 1989), “Introducción”.

[14] Las teorías que elaboran la unidad en la diversidad, la unidad orgánica y, en especial, aquellas que se enfocan sobre la «textura abierta» en la teoría estética están buscando formas de acomodar la variedad real y potencial. Aunque estén acostumbrados/as a la síntesis, los/as estudiosos/as de la estética, tal vez más allá de todos/as los/as demás teóricos/as, deben afirmar lo inédito y original y no pueden negar su infinita variedad. Así, la teoría estética es más cercana en espíritu a la teoría feminista que cualquier otro modelo de teoría.

[15] Joan Kelly, Women, History and Theory [Mujeres, historia y teoría] (University of Chicago Press, 1984).

[16] La confusión se ve agravada por títulos engañosos, como Feminist Aesthetics [Estética feminista], Gisela Ecker (ed.) (Boston: Beacon Press, 1986). Este libro comienza con un ensayo de Silvia Bovenschen, «¿Hay una estética femenina?», seguido por una serie de respuestas afirmativas y negativas dadas por mujeres interesadas en la contribución distintivamente femenina que han hecho las mujeres en varios campos del trabajo artístico. Véase también Teresa de Lauretis, «Rethinking Women’s Cinema: Aesthetics and Feminist Theory» [«Repensando el cine femenino: la estética y la teoría feminista»], en Technologies of Gender [Tecnologías del género] (Indiana University Press, 1987).

[17] Las autoras que respondieron a una convocatoria de ponencias sobre Feminismo y Estética de Hypatia 5 (1990) se interesaron por el tema de la estética femenina. Aunque hubo desacuerdo entre ellas en cuanto a la fijeza o a la necesaria especificidad del género, estaban en general de acuerdo en que el estilo y los correlatos de género son contingentemente reales.

[18] Observe la diferencia entre el adjetivo «femenino» y la palabra «feminista», que puede ser un sustantivo, un adjetivo o un adverbio. El primero pretende describir el comportamiento de las mujeres y encubre, si es que no la explicita, la implicación de que tal comportamiento debe ser ciertamente apropiado y con probabilidad natural para las mujeres. El último término se refiere a la convicción política que aboga por la asunción de la perspectiva de la mujer. Las feministas no siempre son femeninas; aunque, en cambio, el comportamiento femenino puede o no ser compatible con el feminismo.

[19] Hélène Cixous y Catherine Clément, «Sorties» [«Salidas»] en The Newly Born Woman [La recién nacida], trad. al inglés de Betsy Wing (Universidad de Minnesota Press, 1986), citado en Rosemary Tong, Feminist Thought: A Comprehensive Introduction [Pensamiento Feminista: una Introducción comprehensiva] (Boulder: Westview Press, 1989), pp. 224, 225.

[20] El espacio e incluso la ausencia y la negatividad han jugado un papel importante en la definición de la mujer. Una declaración famosa de Erik Erikson está en «The Inner and the Outer Space: Reflections on Womanhood» [«El espacio interior y exterior: reflexiones sobre la condición de ser mujer»], en Daedalus 93 (1964): 582-606. Al razonar por analogía anatómica, Erikson concluye que la mujer experimenta un «vacío» que se llena con la maternidad. Las feministas están inclinadas a tener una visión más amplia de las negatividades de su papel. Se concentran en las mujeres como potenciadoras, creadoras de tiempo y espacio, como con frecuencia se les pide ser en sus relaciones personales y sociales. Véase R. Perry y M. Watson Brownley (eds.), Mothering the Mind [Los cuidados maternales de la mente] (Nueva York: Holmes y Meier, 1987). Un elemento crucial del movimiento de mujeres contemporáneo ha sido la creación de espacios por las mujeres para ellas mismas: refugios para mujeres maltratadas, lugares de trabajo, centros de estudio, espacios de artes alternativas, lugares de referencia para crisis y recursos de salud.

[21] Lisa Tickner, «The Body Politic: Female Sexuality and Women Artists Since 1970» [«El cuerpo político: sexualidad femenina y mujeres artistas desde 1970»], en Framing Feminism: Art and the Women’s Movement 1970-1985  [Enmarcar el feminismo: el arte y el movimiento de mujeres 1970-1985] (New York: Pandora Press, 1987), p. 273.

[22] «La crítica literaria, en especial porque se dirige a lo mejor que este pensamiento ha producido, expone esta paradoja en toda su complejidad dolorosa, al mismo tiempo que revela la posibilidad extraordinaria de ver el viejo mundo desde una perspectiva genuinamente nueva». Myra Jehlen, «Archimedes and the Paradox of Feminist Criticism» [«Arquímedes y la paradoja de la crítica feminista»], en The Signs Reader: Women, Gender and Scholarship [El/La lector/a de signos: mujeres, género y academia], Elizabeth Abel y Emily K. Abel (eds.) (Universidad de Chicago Press, 1981).

[23] Sandra Harding, «The Instability of the Analytical Categories of Feminist Theory» [«La inestabilidad de las categorías analíticas de la teoría feminista»], en Feminist Theory in Practice and Process [Teoría feminista en práctica y proceso], pp. 19, 20.

[24] Elizabeth Spelman, Inessential Woman: Problems of Exclusion in Feminist Thought [Mujer inesencial: problemas de excusión en el pensamiento feminista] (Boston: Beacon Press, 1988), pp. 161, 162, 187.

[25] Véase Hypatia 5 (1990), en particular los ensayos de French, Barwell, Schrage y Robinson, y Ross.

[26] Pierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique of the Judgment of Taste [La distinción. Criterios y bases sociales del gusto], trad. R. Nice (Cambridge University Press, 1984), p. 496.

[27] En Constance Penley (ed.), Feminism and Film Theory [Feminismo y teoría del cine] (New York: Routledge, 1988), p. 59.

[28] Ibid., p. 67.

[29] Mulvey se apropia explícitamente de la teoría psicoanalítica freudiana como un arma política para desenmascarar el funcionamiento de la «magia» del cine. Aunque no da un explícito reconocimiento a la elaboración de la mirada (masculina) de Sartre, en la discusión que él desarrolla en la parte III del Ser y la nada (Hazel Barnes (New York: Philosophical Library, 1956)), esta cuenta como ejemplo de reducción perceptual de la ontología. El objeto percibido [la mujer], consciente de sí misma en tanto percibida, se ve obligada a tener una autoconciencia como a través de los ojos de otra persona, dejando de ser para sí misma.

[30] Las tecnologías de vigilancia han dado una nueva dimensión a este privilegio y han complicado su legalidad, pero en general el principio sostiene que el sesgo confiere inmunidad.

[31] Stanley Cavell, The World Viewed: Reflections on the Ontology of Film [El mundo visto: reflexiones sobre la ontología del cine] (New York: Viking Press, 1971), capítulo 6.

[32] Véase por ejemplo Evelyn Fox Keller, Reflections on Gender and Science [Reflexiones sobre género y ciencia] (Yale University Press, 1985) o las críticas pre-feministas como William Leiss, The Domination of Nature [El dominio de la naturaleza] (New York: George Braziller, 1972).

[33] Es cierto que se debe vadear a través de su pesado estilo en prosa para llegar allí, pero una vez que se llega, no pueden dejarse de ver películas con la conciencia alterada, muy parecida a la inducida por el influyente ensayo pictórico de John Berger sobre las mujeres en Ways of Seeing [Modos de ver] (Nueva York: The Viking Press, 1973).

[34] Susan Stanford Friedman, «Creativity and the Childbirth Metaphor: Gender Difference in Literary Discourse» [«La creatividad y la metáfora del parto: la diferencia de género en el discurso literario»], Feminist Studies 13 (1987): 49-82.

[35] De la Generación de los animales de Aristóteles al Segundo Sexo de De Beauvoir, la procreación ha sido vista como un proceso esencialmente pasivo, algo que le sucede a la individua, más que un proyecto que ella emprenda. Solo en tiempos recientes, gracias a la conciencia feminista y a la posibilidad de control, ha habido una exploración seria de la medida en que la reproducción es una actividad tanto espiritual como física.

[36] Sara Ruddick, «Maternal Thinking» [«Pensamiento maternal»] y «Preservative Love and Military Destruction: Some Reflections on Mothering and Peace» [«Amor preservador y destrucción militar: algunas reflexiones sobre los cuidados maternales y la paz»] en Mothering: Essays in Feminist Theory [Cuidados maternales en la teoría feminista], Joyce Tribilcot (ed.), (Totowa, N.J.: Rowman y Allenheld, 1983).

[37] Friedman, «Creativity and the Childbirth Metaphor…» [«La creatividad y la metáfora del parto…»], p. 75.

[38] Las autoras feministas con frecuencia e incredulidad llaman la atención sobre el uso insultante de las metáforas reproductivas en el contexto del militarismo. «El bebé de Oppenheimer» para referirse a la bomba atómica es solo el más obvio. Véase Carol Cohn, «Sex and Death in the Rational World of Defense Intellectuals» [«Sexo y muerte en el mundo racional de los intelectuales de la defensa»], en Feminist Theory in Practice and Process [Teoría feminista en práctica y proceso].

[39] Al usar esta figura de lenguaje, inadvertidamente he adaptado el título de bell hooks, Feminist Theory from Margin to Center [Teoría feminista del margen al centro] (Boston: South End Press, 1984), y también estoy de acuerdo con su tesis.

 

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